Siempre tuvo miedo a volar, pero ahora era necesario, o al menos eso pensaba. Miraba desde la ventana como se fundían la tierra y el mar preguntándose si alguna vez volvería. El sabor del café mañanero desaparecía en su boca igual que la isla en sus ojos. De repente todo era azul.

La promesa de un futuro y de un amor imperecedero hacía temblar a sus dudas. “Es lo mejor”, se repetía continuamente cuando faltaban minutos para aterrizar en el “edén”.

Pasan los meses y se siente incompleta. La música de la conga sólo suena en su viejo mp3 y los vecinos preparan galletas en vez de tamales. No hay tiempo para decirle a fulana que el novio de mengana le pega los tarros y la pregunta ¿qué llegó a la casilla? está fuera de lugar.

Las colas para entrar en la TRD son sólo parte de sus recuerdos como las pizzas de candonga, la cerveza de termo y la Original de Manzanillo en pleno carnaval. Demasiados canales la atormentan y el hombrecito con la claqueta que dice emocionado: “gravaste” es sustituido por comerciales banales sobre maquillaje y artefactos tecnológicos.

Ya no pide prestada “la china” para ir al mercado ni se encuentra con un pariente nuevo cada día. No tiene más hermanos ni primos postizos de esos que te “resuelven” todos los problemas.

Está sola, su única compañía es la estampita de la Virgen del Cobre que trae en la cartera y el San Lázaro sobre la mesita de noche, pues, a su “amor eterno” lo consumió el consumismo.

No quiere más princesas de Disney, ni a Mickey, ni a Donald; ella quiere un vampiro en La Habana, un toque a degüello y un negrito cimarrón. No quiere más blue ni jazz; quiere vanvanear hasta que amanezca.

No, no va a hacer como Matías Pérez, ella volverá, cantará canciones de Pablo Milanés sentada en el parque, caminará por el paseo, irá a buscar el pan y recuperará de nuevo el sabor del café mañanero que aquel día se esfumó de su boca.