Cuba vive hoy uno de los momentos más delicados, complejos y decisivos de la historia. La prolongada y sofisticada guerra contra su sistema social ha alcanzado la mayor escalada de todos los tiempos, en un lapso de enormes dificultades sanitarias y económicas.
Desde varias potencias imperiales, lideradas por el Gobierno de Estados Unidos y grupos radicales de derecha asentados fundamentalmente en la Florida, se frotan las manos, piden intervenciones militares, pronostican un baño de sangre y un estallido social que ponga fin a la Revolución.
No en balde oscuros personajes radicados en aquel país han llamado vehemente a que se envíen los marines yanquis a Cuba, una vieja receta aplicada en la República mediatizada para “resolver” nuestros problemas, aplaudida entonces, como hoy, por anexionistas que ni siquiera sueñan con tener una patria libre y digna.
Las manifestaciones ocurridas en varias localidades del país responden, inequívocamente, a un plan articulado desde las redes sociales y medios de comunicación, y forman parte del llamado golpe blando, que figura en conceptos fundamentales de manuales de guerra no convencional, ideados para derrocar gobiernos soberanos y aplicados con cierto éxito en otras latitudes.
Varias de las “revoluciones de colores” que se produjeron en países de Europa y Asia siguieron las pautas descritas en el libro De la dictadura a la democracia (1993), escrito por el político estadounidense Gene Sharp, quien describe 198 métodos para derrocar gobiernos. Esos procedimientos pueden dividirse en tres grandes bloques: la protesta, la no cooperación con las autoridades y la intervención de fuerzas externas. Seríamos ingenuos si desconociéramos que el guion montado para Cuba se basa en esas mismas tácticas desestabilizadoras.
Hemos visto con indignación y consternación cómo han sido empleadas como puntas de lanza personas de distintos estratos sociales, incluidas varias con antecedentes delincuenciales, para concretar hechos vandálicos, que infringen la ley y el orden, y quebrantan la tranquilidad ciudadana, uno de los indiscutidos logros de Cuba, reconocido hasta por sus enemigos.
Como era de esperar, inmediatamente los portavoces del imperio expresaron que todas las opciones estaban sobre la mesa, incluida la opción militar. Uno de las recomendaciones del tristemente célebre senador Marco Rubio fue emitir “una declaración clara e inequívoca de que las actuales políticas de Estados Unidos hacia el régimen implementadas por la administración de Trump se mantendrán”. Incluso, el propio presidente de esa potencia repitió el conocido libreto hablando de “libertad y democracia”.
La única variante que nunca mencionaron fue el levantamiento -o tan siquiera la flexibilización- del bloqueo económico, comercial y financiero contra esta nación, que no se ha doblegado pese a esa criminal política. Esas opiniones desde Estados Unidos, repetidas por tristes personeros, como el secretario general de la OEA, Luis Almagro, siguen probando los deseos estadounidenses de tragarse nuestra nación y nuestra independencia, y también prueban la estrecha relación entre la contrarrevolución interna y los círculos de poder de aquel país.
No nos engañemos pensando que se trata de “protestas espontáneas”, ni tampoco creyendo que, llegado a este punto de virulencia y “avance”, la contrarrevolución dejará de intentar el caos, la anarquía, el descontento y el cacareado “cambio de régimen”. Nos esperan horas cruciales, en las que, más que nunca, será clave defender la Revolución en todos los escenarios.
Cualquiera con dos dedos de frente repararía en que si esos ciudadanos que convocan a “la lucha” y enarbolan el “SOS Cuba” quisieran lo mejor para el país, no hubieran realizado sus acciones en el peor instante de la actual pandemia y precisamente cuando iba a entrar en revisión la política del Gobierno de Estados Unidos respecto a Cuba, que heredó del anterior inquilino de la Casa Blanca más de 240 medidas para recrudecer el bloqueo, las cuales se mantienen intactas.
Si los que convocan al “levantamiento popular”, persiguieran en verdad el bien de la nación, no hubieran incurrido en saqueos, agresiones salvajes y actos vándalos que ninguna persona decente y civilizada, más allá de cualquier idea política, aprobaría.
Por eso, los que queremos el progreso de la nación, la independencia y la verdadera libertad tenemos la obligación de defender las calles con uñas y dientes, con argumentos y pacíficamente, como nos dijera siempre el Comandante en Jefe, cuyo aniversario 95 celebraremos el próximo 13 de agosto.
La calle es de los revolucionarios no significa una consigna para una coyuntura excepcional, tampoco un lema discriminatorio, como decía en una de sus comparecencias el Presidente Miguel Díaz-Canel; es un modo de actuación constante para mantener todos los derechos conquistados y mejorar nuestro proyecto social, no exento de errores ni de necesarias correcciones.
La calle es de los revolucionarios significa luchar por la tranquilidad de nuestra familia, ondear nuestros símbolos nacionales, alzar nuestras voces y, sobre todo, cumplir el precepto de Raúl de hacer cada cual lo que corresponde en los puestos. Es mantener la unidad, no cansarnos en el combate, desmontar campañas y mentiras, nuclearnos en torno al Partido y a sus dirigentes, tener fe inquebrantable en la victoria.
Es denunciar el bloqueo económico que pretende asfixiarnos a toda costa. Es luchar por la vida, el fin de la pandemia, el progreso, aun en medio de tan espinoso panorama; es poner en primer orden el concepto de Revolución que nos dejó Fidel.
No nos dejemos provocar con la violencia. No nos dejemos confundir con cantos de sirena ni con hipócritas pronunciamientos, elaborados con todo cálculo y premeditación.
Sigamos defendiendo la patria con la verdad, sin olvidar la complicada situación epidemiológica, sin subestimar al adversario que enfrentamos. Sigamos en el camino del cambio verdadero, que se produjo en 1959, cuando nos desprendimos del tutelaje de U.S.A. Pongamos en el corazón el alma de José Martí, quien un día antes de morir en combate, en los campos de Dos Ríos, nos alertó que su propósito supremo era impedir con la independencia de Cuba que se extendieran los Estados Unidos por nuestras tierras de América. Defendamos el honor de los que dieron su sangre por la emancipación nacional. Sigamos el ejemplo de Carlos Manuel de Céspedes y todos aquellos que le secundaron en la manigua redentora, exclamando para el porvenir: ¡Independencia o muerte!