Épocas y tecnologías

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Por Eugenio Pérez Almarales | 17 julio, 2015 |
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Las tecnologías se parecen a su época. Cada una deslumbra en su momento, aunque al pasar el tiempo no nos parezcan ya tan impactantes, y algunos, incluso, se burlen de aquellos “tarecos”.

Hoy, por ejemplo, la palabra tocadiscos puede que resulte hasta desconocida por los jóvenes, pero en mi niñez sus propietarios sobresalían.

En casa de mi tía Rosita admiré uno, de marca Philips, tan grande como una lavadora Aurika, y capaz de reproducir, una tras otra, una decena de placas, sin intervención humana. Me fascinaba cuánta precisión requería aquella “maravilla”.

Entre los long play, con elegantes carátulas y variados colores, resultaba el más llamativo uno rojo, transparente, de Joselito, El pequeño ruiseñor, aquel niño cantante y actor español, hoy con 69 años de edad y casi olvidado.

También había elegantes televisores, como el de mis primos, que minutos después de apagado, aún tenía como una persistente estrella en el centro de la pantalla.

Nunca tuve tocadiscos, y mi primer televisor, por supuesto en blanco y negro, lo ganó mi viejo por el plan CTC; un imponente Elektrón 205, con patas largas y envuelto en una felpa que se convirtió en prenda de vestir.

Cuando asomaban los primeros televisores en colores, aprendí a pintar las pantallas de los viejos equipos, una manera de creer que se estaba más cerca del desarrollo.

Se hacía con una mota y óleo; la franja superior debía ser azul, luego otra rosada y, finalmente, una verde. Había que disponerse a aceptar que la cara de la actriz tuviera aspecto marciano y que todos los techos fueran color celeste, entre otras nimiedades.

Radio sí. Nací disfrutando de un Panda, grande, a válvulas. Tía Tata, Alegría de sobremesa, La flecha de cobre… eran, gracias a él, mis compañeros inseparables.

Ningún perro que se respetara podía llamarse de otra manera que no fuera Sombra, como el de la aventura El vengador; los caballos ideales debían nombrarse Ocuco, como el de Guaitabó, y pocos dudaban de que Nguyen Sun fuera capaz de derribar helicópteros con sus flechas.

Por aquellos años, si finalmente de su matrimonio no lograba una buena pareja, al menos le quedaría un radio portátil, de los vendidos solo a quienes se casaban.

Pero hubo otros radiorreceptores de pilas, como los Agrícola y los Rodina, este último de tamaño similar a un horno de microondas, lo cual no impedía que sus propietarios se pasearan, orondos, por las calles, con aquello al hombro. Luego comenzaron a producir en el país los Juvenil 80 y después los Pionero, ambos de buena calidad.

En los años 70 y 80 del pasado siglo la fotografía era un hobby que podía practicarse. Una cámara Lubitel -que usaba rollos de 12 exposiciones-, Smena o Vilia -con películas de 36 fotogramas- estaba en cualquier tienda por 30 pesos (el CUC no existía). Imprimir las fotos era fácil; casi en cualquier estudio podía ordenarse el trabajo a precios ínfimos:  una postal costaba 20 centavos.

Las radiograbadoras -mientras más grandes, mejor- eran artilugios exclusivos de marineros, quienes las exhibían, ataviados con zapatos de plataforma, pantalones campana y camisas de encaje.

Con el paso del tiempo, los saltos tecnológicos fueron mayores. Casi no nos dio tiempo a asombrarnos con los disquetes y nos “asaltaron” CD, DVD, memorias flash…

De pronto, con un teléfono celular se graba y reproduce audio y video, se hacen fotos y pueden enviarse a cualquier parte. Un equipo que cabe en la palma de la mano reproduce música con muchísima más calidad que los prehistóricos tocadiscos y radiograbadoras, y no son imprescindibles discos ni casetes.

Este año presentaron un minúsculo dispositivo de bolsillo con capacidad para un terabyte de almacenamiento, es decir, más de mil kilobytes, suficiente para guardar unas 300 mil fotografías de alta definición, o 768 horas (32 días) de video con calidad similar a la de la TV comercial, o varias decenas de miles de libros.

La tecnología avanza de manera vertiginosa, tanto, que a algunos no les da tiempo a enterarse. Eso sucedió a un amigo, a quien le explicaron que aquello, parecido a una fosforera, era la “memoria” del jefe ausente, y la agarró, incrédulo, miró de reojo a los presentes, se la acercó a la boca y le dijo: “Jefe, acuérdese de comprarme las gomas pa´l carro”.

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