Junio siempre me reta, me tienta a escribir sobre padres-árboles a los cuales, muchas veces, no sabemos valorarles la frondosidad y la raíz, la disposición eterna a invitarnos a su tronco sabio.
Junio siempre me ha hecho recordar a los progenitores que viajaron a lejanas tierras con una foto de sus hijos en el bolsillo más íntimo de su anatomía y luego, al retorno, lloraron por el abrazo y el crecimiento de los suyos.
Este mes me transporta a los regaños por las diabluras conocidas, al paseo inventado a un manantial inmenso, o al horizonte donde supuestamente se infiltraba el sol cada tarde.
Me lleva a evocar las manos que apretaban otras mucho más pequeñas hasta llegar a la puerta de la escuela y entonces surgía un beso con sabor a gloria.
Junio siempre me ha traído tantos pasajes y anécdotas a la memoria que desconfío al extremo de la crónica, el poema o la semblanza capaces de resumir esas vivencias atesoradas a lo largo de tiempos supremos.
Pero desde hace tres años junio es para mí diferente. No puedo, no sé evitar la lágrima o el suspiro más profundo porque precisamente antes de un aguacero marcado en el almanaque mi padre partió de este mundo.
Él me lo había dicho infinidad de veces con el lenguaje de sus ojos pues no podía articular palabras, abatido por la invalidez después de un accidente cerebrovascular. Me lo había repetido mientras rociaba su boca con mis nervios y mis miedos, y su respiración se huracanaba, sus venas disminuían… como presagios del final.
Aun así solo pude creerle aquel lunes, ocho días después del Día de los padres. Porque, por más grave trance en que se encuentre un ser amado, la esperanza de superar al Destino no se aleja jamás. Y se tiende a alimentar el futuro aunque esté próximo el golpe concluyente y colosal.
Desde entonces vivo con ciertos arrepentimientos y pesares que me calan los huesos por no haber entendido mejor cada paso, yerro, conflicto o palabra de mi padre; por disminuir sus consejos cuando vino una turbulencia, por no haberlo acompañado mucho más tiempo cuando se quedó en soledad por voluntad propia.
Siento que debí arroparlo y mimarlo más, buscar sus raíces, razonar de dónde había venido y hacia dónde iba. Ponderar su historia, beber del paisaje de su mirada, imitarle sus deseos de caminar aunque fuese imposible.
Siento que debí adivinar sus deseos más allá de los minutos del baño o la comida, que precisaba otras cuotas de calma para comprender sin pestañear una necesidad biológica, que en todo tiempo me iba a hacer demasiada falta.
Desde hace tres junios vivo mucho más convencido de que los padres son, igual que nuestras progenitoras, astros que necesitamos cuidar mejor para que sus luces nos duren por encima de circunstancias excepcionales, de quebrantos y momentos de risa.
Junio siempre me llega con olores y gestos que ya no tengo. Me llega para reafirmarme que los padres son más que hombros imprescindibles en la hora del aprieto y más que oídos en el instante del secreto mayor. Me llega para apretarme el pecho y las entrañas y recordarme la bella sentencia anónima, nunca mejor traída a estas páginas: “Tengo recuerdos de niño en los que te veía gigante, hoy que soy adulto… Te veo aún más grande”.