Gómez, en el alma de Cuba

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Por Yelandi Milanés Guardia | 17 junio, 2018 |
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El 17 de junio de 1905 exhalaba el último suspiro el general Máximo Gómez Báez. Su conmovedora partida vestía de negro a toda Cuba, porque los cubanos sentían especial cariño por este dominicano altruista que al igual que su coterráneo Hatuey, vino a este archipiélago con ansias de servir desinteresadamente a sus nativos.

Contingencias de la vida lo impulsaron a radicarse en la mayor de las Antillas, pero en cuanto pisa este suelo aquel joven aventurero con cierta experiencia combativa, se siente unido al paisaje de una nación similar a la suya y desde entonces: “Muy pronto me sentí adherido al ser que más sufría en Cuba y sobre el cual pesaba una gran desgracia: el negro esclavo. Entonces fue que realmente supe que yo era capaz de amar a los hombres”.

El Dátil acogió en sus terrenos a este hombre recto y batallador, el cual- con su talante de sitiero- difícilmente haría vaticinar que en aquella personalidad aparentemente intrascendente, se escondía la inteligencia y astucia de un maestro en el arte de la guerra.

Su valor temerario y agresividad bélica fueron puestos a prueba en los albores de la guerra del 68, a la cual se incorporó como sargento y gracias a sus dotes de gran estratega fue ascendido por Céspedes al grado de mayor general.

Mas en pocos días sufre el desprecio de las autoridades mambísas de Jiguaní, opuestas a que un extranjero tuviera esa jerarquía militar. Pero como no lo dominaba el orgullo, supo fácilmente brindarse como un soldado más.

En Jiguaní no solo vivió momentos amargos, pues allí también encontró el amparo de la logia que lo acogió en su membresía y el amor incondicional de Bernarda del Toro (Manana), una jiguanicera entregada al sacrificio y estoicismo que la manigua impuso a cuantos se alzaron en pos de la libertad.

Máximo Gómez amó tanto a Cuba que no reparó en las vicisitudes que imponía a su familia la entrega total a la causa independentista. Ellos peregrinaron junto a él y solo les legó el privilegio de servir a esta Patria, a la que solo exigió la oportunidad de inmiscuirse en sus diferentes luchas.

Cuando se habla de las famosas cargas al machete realizadas por los cubanos, no puede omitirse su nombre porque este procedimiento bélico fue empleado por los defensores dominicanos contra los invasores de Haití, e introducido por Gómez en Cuba.

Tras concluir la guerra de los diez años partió a República Dominicana a unirse con su familia y luego de algunos intentos independentistas como el plan Gómez-Maceo, el cual fracasó, fue convidado por Martí para que encabezara las tropas cubanas que intervendrían en la contienda del 95 y en una misiva le expresa: “El Partido Revolucionario Cubano viene hoy a rogar a usted que, repitiendo su sacrificio, ayude a la Revolución, como encargado supremo del ramo de la guerra, a organizar, dentro y fuera de la Isla, el Ejército Libertador (…) Yo ofrezco a usted, sin temor de negativa, este nuevo trabajo hoy que no tengo más remuneración que brindarle que el placer de su sacrificio y la ingratitud probable de los hombres…”

Gómez acepta y aumenta en esta conflagración sus hazañas militares, como por ejemplo la invasión de Oriente a Occidente. Mas la muerte de Martí y Maceo constituyeron golpes demoledores para las huestes cubanas, que junto a factores subjetivos y a la traición norteamericana conllevaron a la triste derrota.

No obstante el generalísimo permaneció en la Isla y siguió recibiendo muestras de gratitud y afecto por parte del pueblo cubano.

Casi dos meses antes del deceso había partido de la capital hacia la parte oriental de la Isla, donde vivía uno de sus hijos para allí descansar por algún tiempo. Paralelamente a su quehacer político en tiempos agitados, intentaba el viejo general salvar su pedacito de vida privada, algo difícil dado sus numerosos compromisos.

En cada estación donde llegaba el patriota el pueblo lo vitoreaba, agolpado en los alrededores, esperando ver la legendaria figura del hombre de tantos combates y audacia desmedida; los viejos compañeros de armas iban a recibirlo y lo escoltaban respetuosamente hasta la nueva partida.

Pero el espíritu eufórico se trocó en preocupación al conocerse que Máximo Gómez se encontraba enfermo y su estado físico era grave. Aparentemente todo comenzó por la lesión en una mano, por donde penetró la infección que se extendió por todo el cuerpo agotado por los años y el desgaste de las guerras.

La noticia se esparció rápidamente por todo el país. Con el paso de los días el estado físico de Gómez se agravaba y estaba cercano el fatal desenlace.

Al conocerse su muerte, el suceso corrió de boca en boca, se adueñó de los hogares y llenó de luto a los corazones de cuantos veían en el veterano guerrero la encarnación del coraje, el civismo y el internacionalismo.

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