La violencia es una plaga que ha permeado las relaciones humanas. Es un hecho que ha marcado también la evolución de la humanidad, lastrada por guerras y destrucción. Un gran por ciento de las noticias que escuchamos a diario se refieren a conflictos armados, masacres o acciones terroristas.
Este fenómeno social está muy asociado con la dominación, imposición, y no sólo se manifiesta a escala global, social, también entre individuos. Lamentablemente también está en los planos más íntimos del ser humano, en las relaciones amorosas y en el interior de la familia.
La Dra. Lourdes Fernández Rius, profesora de Psicología en la Universidad de la Habana señala en uno de sus artículos que la pareja es un espacio particular de poder; en ésta se desarrollan aspiraciones personales, sexuales, de trabajo, de creación y de la vida cotidiana. Por tanto, cada cual intentará ejercer influencia sobre la vida de la otra persona, controlar, intervenir, prohibir, decidir, defenderse, cobrar deudas, vengarse, hacer justicia…
Cuando miramos a nuestro alrededor no es difícil percatarse que esas situaciones suelen ser más desfavorables para las mujeres, por los dogmas y estereotipos machistas que en nuestra sociedad perviven, herederos de modelos familiares en los que el hombre iba al frente de la familia como jefe-proveedor, a quien se le debía obediencia.
Muchas veces el detonante de las manifestaciones violentas está en el interior del hogar, suelen surgir al desafiar esa autoridad que tradicionalmente ha sido masculina y no tiene por qué ser siempre así, máxime cuando se han demostrado desde varias ciencias sociales las razones históricas y culturales que sustentan ese sistema de relaciones.
Lo cierto es que en la práctica es difícil encontrar hombres que asuman posiciones distintas desmarcadas de los moldes de una cultura patriarcal, más cuando la mentalidad de la mayoría de los cubanos sigue aferrada a concepciones machistas y por lo tanto están más propensos a reaccionar de manera ofensiva ante actitudes, decisiones y criterios femeninos contrarios a su autoridad.
En Cuba no existe un estudio a fondo que revele cifras concretas de casos de violencia de género, pero los especialistas en el tema afirman que es una problemática latente, no siempre resulta percibida y denunciada por las propias víctimas, sobre todo cuando sus huellas parecen invisibles porque no se trata de golpes y moretones en el cuerpo.
Existen otras formas más sutiles para agredir, controlar y muchas veces la mujer no las contempla como tal y me refiero a la violencia psicológica, la cual se distingue por el chantaje emocional, humillaciones, insultos; la intimidación con miradas, gestos, gritos y las amenazas de herir o matar.
La lista no termina aquí, siguen otros ejemplos asociados: las recompensas o castigos monetarios, impedirle el trabajo, la imposición de anticonceptivos o presiones para abortar, la exigencia de relaciones sexuales contra su propia voluntad, el control abusivo de la vida mediante vigilancia de sus actos, la escucha de sus conversaciones, impedimento para cultivar amistades, o el silencio.
Todo ello conforma un clima que lacera la autoestima, causa inseguridad y deja secuelas en la salud mental de ella.
Muchas ante estas situaciones no saben cómo salir de ese ambiente agresivo, al que por lo general sigue atada por disímiles factores: dependencia económica y afectiva, por sentirse culpable ante la ruptura del matrimonio, por mantener al padre de los hijos en casa…
El tema tiene mucha tela por donde cortar, se quedan fuera otros aspectos relacionados con lo que podemos hacer ante tales circunstancias, a qué instituciones acudir y cuáles son las leyes que condenan esas actitudes aunque provengan del cónyuge, pero eso será para otro comentario.
Coincido con la doctora Lourdes Fernández, al decir que La violencia psicológica se torna invisible, queda enmarcada dentro una “familiaridad acrítica”, por lo cual se reproduce fácilmente.
Es una problemática compleja, multifactorial y son varias las instituciones implicadas en el tratamiento de este fenómeno El primer paso para enfrentar la violencia es reconocerla, aún en sus formas más solapadas. Ponerla lejos de las relaciones humanas no es una meta sino una necesidad apremiante.