Aquel insólito partido de fútbol comenzó poco antes de las 7: 00 de la noche en pleno corazón de la Ciudad Monumento. Hubo gambetas, gritos, pases, narración y, por supuesto, goles.
Eran cuatro muchachos que, en el céntrico Paseo General García, exactamente entre la unidad gastronómica La Cascada y el conocido comercio El Bazar, les había dado por imitar la guerra entre el Barcelona y el Madrid, tan aireada por los grandes medios de comunicación.
“La tiene Messi, se lleva a uno, a dos, dispara con la zurda… gol, ¡goooool!”, decía el mayor de los protagonistas, un muchacho de unos 11 o 12 años.
Resulta difícil explicar cómo ninguno de aquellos disparatados tiros terminó rompiendo los cristales cercanos a las “porterías” del improvisado Camp Nou; más complejo es entender por qué nadie intentó frenar el arrebato de esos delirantes adolescentes, pateadores, en plena cara del público ocasional, de la llevada y traída disciplina social.
Incluso, ese viernes dos personas vinculadas al mantenimiento del orden ciudadano pasaron por el medio del partido de balompié sin chistar ni maullar, como si fuese lícito agredir emblemas que van más allá del alma de una ciudad y sus pobladores.
Lo verdaderamente triste habita en la actitud de aprobación de los “aficionados” del juego, quienes al parecer eran padres o tutores de los atletas nocturnos. Lo escribo porque, como testigo presencial de las patadas, llegó a caerme el balón en los pies y al tomar la pelota le reproché al imitador de Messi por qué correteaban en un lugar donde no debían hacerlo; entonces el chico me respondió con una torcida de ojos, la cual fue aplaudida veladamente por las personas adultas vinculadas a los menores.
¿Estarán criando los progenitores a los futuros Neymar y Luis Suárez o a los groseros incorregibles del mañana cercano? ¿Veremos dentro de poco en el Paseo bayamés otras canchas de fútbol entre cristales y jardineras? ¿Hemos retrocedido en el hábito de cuidar colectivamente lo preciado?, me pregunté a la sazón.
La esencia, claro está, no radica en el juego de marras, porque a fin de cuentas la culpa más grande no la tienen los imitadores de los ídolos mundiales del balompié.
La esencia de todo se resume en que desde hace mucho tiempo está en desarrollo un partido crucial en el que nos va la vida; un partido contra el desorden, la incoherencia, el irrespeto, la anarquía y la indisciplina, y que todavía no hemos podido dominar a pesar de esfuerzos o campañas mediáticas.
Ese partido no se gana con la convocatoria de jugadores aislados que cuiden una calle emblemática de la provincia ni con la denuncia nacida en estas líneas. Todos, desde el portero, los mediocampistas y los delanteros, tendríamos que actuar sin cansancio y sin el embullo ocasional por conseguir un título de campeones.
Resulta un desafío que nos durará nuestra existencia, y que implica no derrotar a otros Messi sino saberlos conducir para que goleen la vida con toda la virtud posible.