Era el benjamín entre todos los ases de la Revolución, cinco años más joven que Fidel y más imberbe, también, que el Che, Almeida, Raúl y otros miembros de esa generación brillante que quebró, a corazón, el eclipse de Cuba hace ya cinco décadas y media.
Sin embargo, la casi niñez no le opacaba la grandeza, se la multiplicaba sin límites. Grandeza ganada sin artificios, con una naturalidad admirable, que lo hacía tejer historias tan humanas como aquella de los llanos del Cauto, cuando, entrada la noche, llamó a una puerta humildísima diciendo en tono de broma: “Levántense, que llegaron los comevacas”, y acto seguido pasó directo a la cocina para sentarse en el mismísimo fogón. Era la seña sin igual para que aquellos campesinos idolatrados le cocinaran cualquier cosa.
Una grandeza conquistada en la vanguardia por retozar con el peligro sin llamar a nadie para que lo viera. Grandeza alcanzada por pensarse “niño alegre”, y “león combatiente” -al decir de Vilma-, capaz de salir de un cerco entre las llamas junto a sus compañeros. Por cierto, ese hecho acrecentó la leyenda rural -que luego fue también urbana- pues los campesinos empezaron a decir que él podía desandar entre las llamaradas porque se apellidaba Cienfuegos.
¿Quién no veneraba en esta nación a ese hombre que prestaba la barba para que los niños juguetearan; a ese que le disparaba sonrisas descomunales a lo imposible? ¿Quién no adoraba al jefe tremendamente respetado, leal hasta el último suspiro, que no conoció ninguna nube y se infiltraba, a cada instante, entre los enfangados, los de manos callosas, los del sudor mágico que levantan una nación entera? ¿Quién no amó al del sombrero-símbolo?
Ah, si algo nos punza hoy en la evocación a ese héroe terrenal, que nos hace desvestir jardines cada 28 de octubre, es que nos hacen falta más fuegos verdaderos como ese del de tantas anécdotas. Fuegos que bajen a las masas y se prendan con aquellos mismos (o similares) modos de hacer del Comandante-soldado.
Aquel hombre sin sepulcro, desaparecido con solo 27 años después de apagar una felonía, jefe del Estado Mayor de un ejército glorioso, bien pudo creerse Sol de un país que lo vitoreaba y lo celebraba. Y, con todo, andaba por el polvo y el barro, sin “creerse cosas”, sin mirarse en el espejo de su luz.
¡Qué contraste entre aquel de la risa infinita y esos que, en cualquier puesto, viven con la sien fruncida y los labios envenenados! ¡Qué diferencia abismal entre el que puso su vida mil veces en un hilo, murió cumpliendo con su deber y jamás se pensó globo intocable; y los no han ahuyentado una tatagua y ya se creen la médula del planeta! ¡Qué distancia entre el hombre de pueblo que subió, sin pretenderlo, a golpe de heroísmo, y aquellos que sueñan con escalar las estrellas con métodos cobardes!
Hoy necesitamos esos 100 fuegos multiplicados, que quemen la hierba del engreimiento, que arrasen con la altanería y la soberbia, que chamusquen la doblez y la ficción; que prendan la llaneza y la franqueza que tanto supo cultivar ese ser humano nombrado, simplemente, Camilo.