No fue solo el pensador, el hombre que arrastró en su tobillo una bola de hierro a los 17 años; que sufrió destierro; escribió versos, viajó y pronunció volcánicos discursos; no fue solo el que salió al encuentro de una bala mortal en los campos de Dos Ríos.
Él no se puede simplificar en un manojo de palabras y mucho menos amoldar con ligereza. Porque el Maestro sorprende cada día aun a aquellos que dicen conocerlo al detalle. Siempre guarda una anécdota, una carta de amores, una paloma entre proyectiles, una encrucijada impensada, un hecho deslumbrante.
Tiene la magia de hacer aparecer corrientemente una estrella necesaria donde menos uno la espera: en la modesta almohada, en un puñado de sal, en una nube evaporada, en un bolsillo agujereado…
Con él vivimos inmunes al oro; podemos agujerear las rocas que cotidianamente salen al paso. Podemos entender el zumbido de la abeja laboriosa o la espuma de la ola brava.
Cada uno de nosotros debería entender que viajar diariamente al lado de José Julían Martí Pérez, es multiplicar los eneros o las rosas que habitan en ellos, llevar la frente calenturienta de orgullo y el cuerpo siempre inflamado o vigoroso, presto a las ternuras más finas, a los mejores perfumes espirituales y a los mejores relámpagos de la cotidianidad.
Deberíamos abrazarlo siempre, no en una fecha circunstancial para aprender a su lado. Deberíamos tocar su mano de hombre bueno y puro, su montaña de versos e imágenes para salvarnos del error debajo de su sombra útil y frondosa.