He visto salir de su vientre el único llanto capaz de simbolizar el principio de un tiempo, el estreno de un latido.
La he divisado regresando de un solsticio enigmático o de una tarde amarga, de un café colocado a deshora, de una guardia temida por hombres, de un reto a lo difícil, de una incomprensión por querer soltarse cuerdas.
He visto cómo pueden emanar de sus dedos caricias que embelesan al trasnochado y al cuerdo, al buscador de versos y hasta al mismísimo incrédulo.
He mirado, perplejo, en sus ojos, una colina de amores y enconos que no pueden contenerse ni disimulándolos, que no se desvanecen con terremotos y huracanes.
He notado su arte y su pose, su batalla de antaño, su manzana poderosa más allá de edenes prometidos; su don para estar en la arena callada, la pulcritud de una mesa, el arrebato y las nubes, los surcos y oficinas… en todos los sitios.
He sentido, en su respiración, el viento de novia y de ninfa, la furia retadora que la lleva a luchar contra prejuicios, moldes, recetas y epigramas falsos.
La he observado destrozar una pared con la misma facilidad que enhebra una aguja o se echa a llorar ante la injusticia o el polvo que quedó de un sueño.
La he sentido en la gota y el pétalo, el detalle y la esperanza, la burbuja y la sal, el juramento de un poeta, la punta de un astro, el misterio de una noche, la palabra probablemente más bella e inexplicable de este mundo: Mujer.