Lo miré varias veces disimuladamente. Era un niño de cuatro años a lo sumo, con unos ojos expresivos y alegres, a cuya progenitora conozco desde hace tiempo.
Él, como nuevo look de estos tiempos, mostraba el cabello cortado en varias “capas”, la última teñida de rojo o de un color similar.
Acaso en acto indiscreto me acerqué y, a la sombra de su propia madre, le pregunté de corrido: ¿Te gusta tu pelo? Al instante, el pequeño extravió su mirada y respondió con un NO, sin dejar de mover la cabeza a ambos lados del cuello.
Su desconcierto me llevó a hacerle una segunda interrogante: ¿Por qué no te gusta? Replicó con una mueca mientras encogía los hombros. Nada más.
No supe qué decir. Solo miré a la madre y me marché del lugar de los hechos pensando en el aprieto existencial en que han colocado al muchacho, cuya inocencia le impide argumentar sobre la belleza o la ridiculez, la estética o la fealdad.
Partí de la “escena del crimen” meditando sobre una verdad como roca: este no es el único ser diminuto que ha sido transformado por sus padres en nombre de ciertas modas; no es el único al que le han invadido la candidez por el afán ajeno de estar en lo último, o de presentarlo en sociedad para llamar la atención de propios y extraños.
Otros de su edad -incluso, más pequeños- recibieron retoques mayores en su físico, fueron marcados ocasionalmente en su piel o tuvieron que ir vestidos a una fiesta trasnochada al estilo de los grandes.
En estas eras estivales tales inclinaciones parecen crecer, estimuladas por las galimatías, las muchedumbres, los colores y fervores propios del verano.
Algunos dirán, desde su razón, que los hijos se deben a las instrucciones de sus progenitores o que nadie debería alarmarse por una tendencia inevitable, reafirmadora de cambios y épocas de distintas.
Sin embargo, tal vez deberíamos reflexionar si es correcto y edificante convertir un niño, que apenas comienza a tantear el mundo, en una especie de joya de la modernidad, escrutada por la mirada de muchos. Deberíamos preguntarnos qué sembramos y recogemos en el alma de una criatura necesitada de amores y enseñanzas, por encima de cualquier adorno material.
A veces, sin percatarnos, en el afán de crear flores vinculadas a lo actual y “lo mejor”, hacemos nacer dagas que afectan la psicología, las fantasías y los ideales más puros de nuestros chiquiticos.
Quizás el asunto tendría que mirarse desde un prisma menos individual, especialmente en Cuba, donde la niñez resulta, conceptualmente, semilla sagrada de la nación y sus sueños de un futuro superior.
Al final, cada padre educará a su descendiente con las maneras que mejor entienda y los valores nacerán más allá del pelo abigarrado, de la marca en la epidermis o la vestimenta quemadora de etapas.
Tengo la esperanza, aun después de ser tildado de conservador o anticuado, de que la madre del príncipe retratado en el inicio de estas líneas y otras como ellas se detengan al menos a recapacitar unos minutos. Y lleguen a la aplastante conclusión de que un niño jamás resultará trofeo o un experimento de modas, sino un ser humano que late, conquista, enamora y, sobre todo, comienza a vivir.
Excelente comentario. Desafortunadamente a eso se suma muchos de esos se quedan sin hermanos porque no “hay” para mantener dos con ese estandar