“No somos de escuela, tocamos de corazón”

Durante 135 años la familia Escalona-Rodríguez se ha consagrado en la preservación de las tradiciones autóctonas de la música campesina en la región de Manzanillo, en el Oriente de Cuba.
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Por Zeide Balada Camps | 25 diciembre, 2015 |
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Francisco Escalona Guillén / FOTO Luis Carlos Palacios Leyva
Francisco Escalona Guillén / FOTO Luis Carlos Palacios Leyva

Sus manos parecen hablar, se acomoda el sombrero y las palabras denotan su procedencia campechana. Francisco Escalona Guillén no oculta la alegría y el orgullo por el grupo Guasimal que ha crecido, al calor de su familia. Por varias generaciones, desde 1880, en la región de Manzanillo, perteneciente a la suroriental provincia de Granma, han mantenido la tradición musical junto a las labores del campo, los festejos en forma de guateque, una expresión cultural campesina que no abunda en la campiña cubana.

Quienes disfrutan de las presentaciones, ya sean jóvenes, infantes o adultos, quedan prendados del ritmo contagioso o la “melcocha”, como también se le conoce a las sonoridades que producen con el acordeón, el guayo, la tumbandera (instrumento de una sola cuerda y una caja de resonancia de origen africano), la quijada de caballo, las pailas, claves y maracas.

“Nuestro grupo alegró lo mismo a los mambises que a los rebeldes en la Sierra, cuando estaban en plena lucha. Y seguirá tocando por muchos años, como decía mi padre, será inmortal”, aseguró Escalona Guillén, director del grupo, en el homenaje organizado por la Dirección provincial de Cultura, a propósito de sus 135 años.

En el repertorio ensamblan sones, guarachas, sucu-sucu, nengones, cumbias y vallenatos, pero con una cadencia peculiar que le otorgan los instrumentos elaborados por sus integrantes.

Entonces le pregunto por la quijada de caballo que apenas se utiliza en las agrupaciones actuales.

“La introdujo mi tío. No había carretera, se transportaban con un caballo. Pero el pobre muere, al desenterrarlo mi tío se encontró la quijada, y vio que producía un sonido, así que dijo ‘este caballo todavía nos va a ser útil’. Suena como un chequeré y se raspa igual que a un güiro.”

En su memoria se amontonan los recuerdos, las fiestas de fin de año que empezaban el 23 de diciembre y terminaban el 16 de enero. Ese jolgorio del barrio llevaba su sello. Poco a poco salen a relucir las anécdotas.

“Tocamos música de otras personas, componemos y hacemos adaptaciones. Yo comencé con ocho años, sonaba algunas maracas, se cantaba con las mesas llenas de fruta y dulces criollos.

“Mi padre me contaba que antes del triunfo de la Revolución aquí era escasa el azúcar, entonces el primer brinde se hacía con café criollo, no había molino, se pilaba y con una cunyaya móvil aplastaban la caña, y usaban el guarapo para endulzarlo.”

Esa singularidad no la han perdido, actualmente los distingue su forma de cantar, bailar y brindar con el néctar negro en cada función.

Los integrantes, de origen campesino, ya peinan canas, pero su director manifiesta que no perderán la secuencia familiar, porque ya los más pequeños también se interesan.

“La música viene en la sangre, yo me enamoro cada vez de ella. No somos de escuela, tocamos con el corazón”.

Este sui géneris espectáculo goza de amplia aceptación, no solo de los comunitarios de Guasimal, sino de cuantos se dejan embrujar por la cadencia influenciada por del órgano oriental, que se mantiene fiel a la tradición campesina nacida en su terruño.

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