Hoy debe finalizar oficialmente el tercer proceso de rendición de cuenta del delegado ante sus electores, correspondiente a la actual legislatura. Han sido casi cuatro mil 400 asambleas en las que se ha ejercitado el derecho democrático de los ciudadanos.
Otra vez el número de planteamientos volvió a copar buena parte de las informaciones y reportes de nuestra prensa.
Sin embargo, poco hemos dicho –me parece- sobre la manera en que se han “rutinizado” ciertas reuniones de este tipo, nacidas con el fin supremo de que cada individuo vea en su espacio de encuentro una “Asamblea Nacional” de la base.
No debería suceder que a 40 años de las experiencias pilotos del Poder Popular, algunas de esas rendiciones de cuentas, supuestamente caracterizadas por la novedad y el entusiasmo, se hayan trocado en una repetición de quejas y solicitudes.
Se ha dicho, en distintos espacios, que uno de los desafíos esenciales de nuestro sistema de Gobierno es lograr que “las rendiciones de cuentas de los delegados a los electores funcionen como lo que deberían ser”.
Eso significa que tales congregaciones de vecinos no surgieron para que los delegados se vieran practicando malabares idiomáticos, ni tampoco para que los electores vivieran reclamando por el funcionario que no acaba de dar la cara para explicar al menos por qué tal o más cual asunto, después de elevarse tanto, no puede aterrizar solucionado ya en la piel de las personas. Los administrativos, sin excepción, tendrían que estar siempre, latiendo con el pueblo, oyendo y replicando, esclareciendo e informando. Y no como favor, sino como deber indelegable, para que nuestra democracia se fortalezca.
Hace unos años el periódico Juventud Rebelde, de circulación nacional, exponía “la insuficiente presencia de los encargados administrativos en las reuniones de rendición de cuentas, importante eslabón de la comunicación entre el pueblo y sus instituciones y del ejercicio del poder desde la base”.
Debo agregar, a riesgo del “anecdotismo personal”, que viví desde la difícil orilla del delegado durante dos años y medio, cuando en 1997 fui electo para ese cargo en el poblado de Cautillo Merendero, en el municipio de Jiguaní. Y desde entonces -y aún antes- sufrí el suspenso por esa asignatura, que ahora desaprueban otros delegados: la inasistencia reiterada a las asambleas de directivos y funcionarios de entidades administrativas, pese a invitaciones de todos los tañamos y formas.
¿Cómo lograr que asistan y den la cara? Habría que escarbar mucho en nuestras fallas institucionales para brindar respuestas.
Esas faltas, sin dudas, representan un reto a nuestras estructuras sociales y menoscaban a los electores porque si ellos no pueden chocar de frente, en asambleas públicas y abiertas, con los que administran, se les mengua la capacidad de mandar, exigir y pedir cuentas.
Claro que existen responsables que acuden ante el vecindario, escuchan, promueven el diálogo, informan y argumentan. Y los hay que mandan a subordinados sin potestad, una mala práctica, aunque la peor es la ausencia total.
Una cubana sencilla, quien fue diputada a la Asamblea Nacional, hace años me escribió subrayando que las rendiciones de cuentas han de servir “para plantearnos la sociedad que quisiéramos tener, diseñarla entre todos, hacer sugerencias, promover iniciativas legislativas, proponer la democión de funcionarios públicos designados que no cumplen con sus obligaciones, ejercer el control popular, y potenciar la participación comunitaria en la solución de los problemas”.
En esos señalamientos subyacen algunas de las pautas para fortalecer nuestra democracia y hacerla más duradera. Y para que esa palabra tan sagrada no se nos vuelva ni un bostezo ni una rutina.