Fama

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Por Eugenio Pérez Almarales | 19 enero, 2016 |
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El reconocimiento público al trabajo que desarrollemos, más que impulsor de vanidad, es inspiración; lleva a henchir el pecho, aunque recomiendo hacerlo con discreción, por aquello de que, a veces, vivir de ilusiones puede llevar a morir de desengaño.

Toda persona con proyección pública debe estar consciente de que vive como en una vidriera: sus actos importan a otros, con muchos de los cuales jamás se intercambia ni el más breve diálogo.

De eso no estaba muy consciente cuando comencé a vincularme a los medios de difusión masiva, en la segunda mitad de la década de 1970.

El surgimiento del periódico La Demajagua, el asesoramiento de entrañables colegas, especialmente de Víctor Corrales y de Robert A. Paneque, mucho influyeron en el curso de mi vida profesional.

Los primeros temblores ante un micrófono -entonces como entrevistado- ocurrieron en Radio Angulo, mientras estudiaba en la ciudad de Holguín.

Luego, dondequiera que estuve me enrolé en periódicos y emisoras, y tales vínculos propician las relaciones con celebridades.

Las personas no dejan de ser esencialmente eso, por encima de su profesión, de su cargo…, sin embargo, es cierto que departir con “famosos”, se recuerda siempre.

En 1980, en el emblemático hotel Habana Libre, actuaba para sindicalistas de la Construcción, la cantante cubana Maureen Iznaga, quien estaba a punto de presentarse en la final del desaparecido programa de TV Todo el mundo canta, uno de los más gustados de la época en Cuba.

Le pedí que interpretara la canción Mi amante amigo, de Rocío Jurado, y lo hizo frente a mí, casi sin dejar de mirarme. Ya pueden imaginarse: “Mi amante amigo / mi viejo profesor de tantas cosas / tan bellas, tan distintas, tan hermosas, / perdóname…” ¡Tremendo!

Años después, cuando estudiaba en la Universidad de Oriente, sobrepasé el papel de espectador. La actriz Nancy González protagonizaba una novela que trasmitía la TV, y fue a Santiago de Cuba a grabar un capítulo. Los productores me pidieron que participara, y accedí.

Nancy hablaba por un teléfono público, en el edificio del rectorado, y ahí debía entrar yo a escena.  Dicen que es muy difícil para un actor convencer sin palabras, uno de los grandes méritos del cine silente, ¡mire que compromiso!, pero lo hice bien: en un grupo, pasé detrás de Nancy.

Si repiten la novela, fíjese, yo soy el que va con camisa de cuadros, sin cuello -de aquellas que inundaron el mercado- con un pantalón de mezclilla soviético, de bolsillo lateral, para echar el periódico.

Después de tanto esfuerzo, mi nombre no apareció nunca en el elenco. ¡Cuánta injusticia!

Como periodista he conocido personalidades de la cultura, a algunas de las cuales entrevisté.  Aprendí que la fama hay que saber manejarla y que las cosas no siempre son como parecen.

Personas a las que fanáticos, sobre todo de otras latitudes, asediarían para “arrancarles” un autógrafo (algo que considero ridículo), pueden dejarlo pasmado por su sencillez, como he comprobado con Silvio Rodríguez, Pablo Milanés, Adalberto Álvarez, Carilda Oliver, Pierre Richard…

Incluso, la fama puede dañar gratuitamente al famoso, llevar a algunos a predisponerse contra él sin razón, como me ocurrió con el trovador Carlos Varela.

Lo vi en el hotel Sierra Maestra, de Bayamo, y por elemental deber profesional, aunque casi seguro de que se comportaría de manera arrogante, le solicité una entrevista, a lo que respondió con afabilidad: “Venga.  ¿Aquí mismo?”. Fue una suerte que no había hecho como el hombre que fue a pedir el gato.

Después de más de 20 años de ejercicio profesional en la prensa escrita, la radio y la televisión, y de acercarme al medio siglo de vida, que cumpliré el próximo 26 de octubre, no me pareció extraño que aquella mujer, delgada, de unos 60 años, se quedara mirándome insistentemente.

-Oiga, ¿puedo saludarlo? -me dijo con visible admiración.
-Claro. Buenos días -respondí.
-Me gusta mucho todo lo que hace. Usted es un verdadero artista -continuó.
-Creo que exagera un poco.  Solo hago mi trabajo -le dije, abrumado.
-¡Qué va! Usted es una gente especial. ¡¿Quién me iba a decir que yo iba a conocerlo, Pancho Manguaré?!