Si algo distingue al campesino cubano y a la mayoría de la gente de antaño que conozco es su manera afectuosa y cortés de tratar a las personas, sin que tales virtudes estén, necesariamente, ligadas a altos estudios.
La cortesía, urbanidad y el respeto a los demás son cualidades que dicen mucho de lo que cada cual lleva dentro, y no pueden faltar a quien pretenda considerarse culto.
Así recuerdo, con cariño, a aquel anciano aplatanado en Santa Rita, quien decía llamarse José M. González Cruz (no sé por qué no le gustaba demasiado el Matías).
Fue él mi primer maestro de oficios, cuando apenas tenía yo ocho o nueve años. Le pidió a mis padres que me dejaran aprender carpintería en su taller, al que llamaba, por excesiva modestia, El Chapucero.
Pronto comencé el entrenamiento, sin abandonar mis de-beres escolares. Me entregó cepillo, serrucho, escuadra, lápiz plano… aprendí a hacer cortes, pulir la madera, encolar…, supe de la importancia de la puntualidad y de asumir responsabilidades.
Jamás vi a González maltratar a alguien, ni alardear, ni cobrar en exceso por sus servicios, y no pocos le agradecían sus préstamos salvadores “para llegar a fin de mes”.
Aunque mi aporte, en verdad, era más simbólico que real, invariablemente me pagaba el salario que fijó: dos pesos semanales, pues decía que debía saber lo que cuesta ganar-se el sustento.
Con apariencia de lord inglés, de baja estatura, fuera de su jornada laboral vestía de manera impecable, con zapatos de modelos clásicos, brillosos, combinaciones generalmente en tonos de marrón, leontina, y en el cinto un raro símbolo, con un compás y una escuadra, -claro, porque es carpintero-, pensé.
Mi familia lo esperaba cada noche. Daba gusto conversar con González de su lejana juventud en Taco Taco, pueblito artemiseño, de las travesuras propias de los años mozos, de cómo conoció a Mela, su compañera.
No había entonces modernos equipos que, a la par de entretener, distancian a las personas.
Si pasaba la hora habitual y no llegaba González, mis padres y yo íbamos inmediatamente a su casa, pues podría estar enfermo. De paso, veíamos, en su pequeño televisor, las series de la época: Perry Mason, Bat Masterson, La ley del revólver…
Y un día murió González. Fue el primer velorio al que asistí, la primera vez que visité un cementerio y vi sepultar a alguien. Resultó difícil.
Han pasado décadas y su imagen perdura en mi memoria. Los hombres pueden ser más grandes que su altura física, trascender en el tiempo sin aspavientos ni titulaciones, a veces envanecedoras.
Y otra vez, por contraste, vino el recuerdo del viejo amigo, cuando, recientemente, en Bayamo, un hombre de impecable bata y ademanes rebuscados golpeaba su tarjeta magnética contra la vidriera y vociferaba a la anonadada dependienta.
Con puños crispados, nariz al cielo, pecho henchido de soberbia, no podía entender que alguien, con sus modestos ahorros, hubiera comprado, antes que él, la última lavadora.