Luis murió físicamente hace poco después de ocho décadas de existencia y de haber dado más que su vida por lo que en el argot cotidiano llamamos “esto”.
No fue un ser demasiado puro -recordemos que, como escribió Nicolás Guillén, la pureza difícilmente exista-, pero supo obrar bien en tiempos de determinaciones, dormitó en alcantarillas cuando se asomaba una crisis de cohetes, participó sin miedos cuando otros dudaron, gastó su reloj fundando y soñando por Cuba.
Pero ahora, al cabo de un pequeño golpe de almanaque, ¿quién lo menciona, quién recuerda que en una época tormentosa estuvo entre la “vanguardia” o la “avanzada”? Ni siquiera aquellos que lo distinguieron cierta vez como un “hombre especial”, con diplomas incluidos, parecen acordarse de él y sus actos.
Y no traigo a Luis -que no es su nombre artístico, como el Franco de Vita- a esta página por capricho o azar, sino porque su final es espejo para algunos otros que batallaron por la nación y luego, de manera lamentable, se convirtieron en poquedades.
Hay otros Luises diseminados por nuestro entorno que cuando latían eran referentes, cumbres y símbolos, y hoy, al apagarse en lo biológico, son planetas olvidados, como si nunca hubiesen tenido luz. Esos finales encajan en los versos conocidos: “Ausencia quiere decir olvido, decir tinieblas, decir jamás…” y contradicen la hermosa sentencia de Julio Antonio Mella, quien nos habló bellamente de la validez de las buenas personas hasta después de su último hálito.
Hay otros, como Luis, que luego de la silla de ruedas, la invalidez… la mente menguada; es decir, todavía en vida, cuando más necesitaban un bastón espiritual, les replicaron con la indiferencia o la desatención.
Y esa respuesta borradora no salió de su familia –aunque a veces también sí- sino de las propias instituciones a las que un día dieron resplandor y gloria. ¡Qué triste paradoja!
Claro que no todos, entre los llamados “hombres de a pie”, fueron desatendidos al final de sus días. Conozco varios casos que recibieron de sus excompañeros la visita de impulso, la gestión médica, la señal de apoyo, la recordación en fechas marcadas, el esmero con los suyos después del adiós.
Esa debería ser la regla, antes o después del estertor postrero. Nunca deberían faltarles, en tiempos de mutilación, vejez o enfermedad, el aire de la cooperación, el cariño poderoso, la mano que ayuda a respirar con más alivio.
Ahora que el país se envejece con rapidez suprema nos hace falta pensar y repensar, desde la base hasta la punta de pirámide, cómo tener cada vez menos Luises, o para escribirlo mejor: ningún Luis relegado por primavera alguna o por el “pragmatismo” que a veces nos golpea el llamado detalle.
Mientras escribo, me vienen a la mente otras personas laboriosas, como un excombatiente de Bayamo, quien escribió estampas, fue historiador, guía… y murió ciego en la precariedad, al parecer extraño a la mirada de la localidad por la cual entregó ojos y neuronas.
“La muerte no llega con la vejez sino con el olvido”, dijo de forma magistral el ventrílocuo Johnny Welch. No debe ser, entonces, que mientras propugnemos una sociedad superior, en ocasiones demos la apariencia de que hemos olvidado a cualquier semejante. Verdad que no existen fórmulas. Cada cual debe preocuparse porque no se repitan los pasajes de Luis, quien de seguro debe estar soñando, desde algún lugar de este mundo, con una Cuba mejor.