Tengo ante mis ojos el Palacio de La Moneda, convertido en un hilo de humo y de metralla. Tengo ante mis ojos en esta mañana de septiembre a un chileno puro, a un latinoamericano sin trucos, a un presidente que no se le quiebra la voz por las bombas que caen a su lado.
Veo a este hombre de la Unidad Popular de Chile, con un casco de soldado, defendiendo el honor que los suyos le otorgaron en las urnas. No se dobla por las traiciones de quienes le juraron lealtad y ahora lo atacan horriblemente y lo conminan a rendirse. No lo intimida Baeza, ni Pinochet… ¡nadie!
Tengo ante mis ojos las escenas dantescas de este 11 de septiembre de 1973: veo a este amigo de Cuba, rodeado de unos pocos, disparar su fusil contra todo un ejército, sin cansarse, sin enseñar bandera blanca. Combate hasta la muerte misma. Su sangre de hombre bueno está en las paredes, sus espejuelos por el piso, su mesa pisoteada de matones.
Han querido desaparecerlo porque su verbo estremece Los Andes y vigoriza las olas del Pacífico, y despierta a América. Veo a sus miles de partidarios mutilados salvajemente en las calles, perseguidos por hordas pinochetistas, atropellados, encarcelados, desaparecidos.
Lo veo con una bala en la vena y sin embargo… lo sé vivo. Veo a este humano, con un nombre salvador, hecho letra e idea en la pampa, en la costa y la mina.
Lo veo desbaratar una feroz dictadura de 17 años. Su ejemplo germina en las grandes alamedas, en las calles que se llenaron de horror tras su desaparición. Lo veo hablando por los que quedaron sin voz, limpiando el “desierto calcinado”, haciéndose brújula a cada hora.
Lo veo, a pesar de los golpes, más robusto, mejor soñador y más soldado. Le estrecho la mano, le canto una canción que me hace pensar inevitablemente en los ausentes.
Lo aplaudo en la misma plaza de Santiago y admirado le digo, le pido por el porvenir de tantos: ¡Sigue sin rendirte, presidente Salvador Allende!