No imagina el forastero que pasa por la calle Ángel de la Guardia, en Jiguaní, que en el número 141, en la casa de fachada verde, vive un hombre de ojos intensos y una historia montañosa; un hombre de manos desgastadas por el peso de 81 años y que merece, más que una crónica periodística, un libro ancho, contador de anécdotas sobre el voleibol, la voluntad, la vida.
La sonrisa le brota pura, como un manantial, a ese ser humano nacido el 27 de mayo de 1939, llamado Alberto Báez Pérez y que todos desde hace tiempo nombran cariñosamente Lico. Y los relatos le salen fácil de los labios, aunque a veces tenga que auxiliarse de sus inconclusas “Memorias”, redactadas cada tarde en una máquina de escribir sin la letra Z.
Cuando el voleibol era delirio en Jiguaní y las personas casi infartaban por un mal remate o un pase magistral, Lico se contaba entre los ídolos terrenales que levantaron ese deporte en la villa y en Cuba. Llegó al equipo nacional en 1962, fue de los que participó en los Centroamericanos y del Caribe de ese año, en Kingston, Jamaica; y de los que remató fuerte varios meses después en los Juegos Mundiales Universitarios de Porto Alegre, Brasil.
“Estuve por mil lugares que ni imaginé”, expresa para referirse sin bombo, con absoluta modestia, a las giras por la antigua Unión Soviética o la otrora Checoslovaquia.
“Yo lo he dado todo por el voleibol”, dice, y la frase es más que una verdad porque luego de dejar la selección de las cuatro letras, siguió durante más de cinco décadas como entrenador de varias generaciones, con los dedos llenos de arcilla y de deseos. Entre sus alumnos estuvieron los olímpicos Carlos Dilaut y Juan Rosell Milanés (voleibol de playa), además de otros virtusosos como Rafael Paneque, Carlos Hernández, Lauger Tamayo y Santos Calante.
Aún hoy, tras enfrentar varias enfermedades, labora como asesor de profesores en el Combinado deportivo número 1. “Todavía hago un alarde, no estoy frente alumnos, pero trato de enseñar lo que sé”, comenta con nostalgia, más grande ahora porque el nuevo coronavirus le impide transitar de su casa a la net que tantas veces ha acariciado.
Su principal admiradora, Isabel Báez Abreu, la adorada sobrina-hija que vive con él desde siempre, cuenta que Lico padece una anemia crónica de causa desconocida y que “ha tenido la hemoglobina en cuatro sin sentirse nada”. A sus 45 abriles, ella lo mira con felicidad, le tiende el brazo y sonríe: “Es un enigma para la ciencia. Estuvo varios meses sin caminar y volvió a andar con su empeño, dijo que lo iba a lograr y lo hizo”.
Esa fuerza la mostró incontables veces en los torneos para veteranos que se desarrollaban en Jiguaní, en los que llegó a ser el jugador más longevo. Realizó saques hasta los 67 años, una edad en la que una trombosis venosa lo atacó y se vio obligado a dejar el tabloncillo como “atleta”.
Aun así siguió entrenando a nuevos y viejos, con métodos estrictos, tal vez aprendidos cuando en el lejano 1955 integró su primer equipo, Los Invencibles, famoso en Jiguaní y en Cuba.
Lico se duele por la caída estrepitosa del voleibol en su tierra, se ilusiona con tiempos mejores y cree que puede seguir aportando desde su experiencia, aunque algunos ignoren lo que ha hecho por el deporte y el pueblo que nunca quiso abandonar.
“A veces te olvidan, no te creas”, suelta con una sinceridad total y su remate cae más allá de la cancha para recordarnos que quienes nos dieron gloria, como él, deberían siempre tener un lugar anti-descuido.
Porque no basta con el bien ganado título de Hijo Ilustre de Jiguaní, entregado hace un lustro, o que una peña deportiva, de las mejores de Granma, lleve su nombre inmortal.
Su historia, contada en ínfimo por ciento en estas líneas, necesita amplificarse más para que sirva de motivación a los que fundan, de espuela a los que se cansan, de referencia a los quieran crecer.