Pasaron dos guerras mundiales que sumaron más de 50 millones de muertes entre civiles y soldados, sin compartir intereses con los objetivos expansionistas.Pasaron epidemias tan mortales como la peste, el cólera, el ébola, la gripe española y la viruela, que arrojaron al fin de sus días a más de 20 millones de personas.
En consecuencias, pasaron crisis económicas que no vacilaron en la carencia de los débiles y desataron no pocos suicidios, hambruna, y desnutrición que al fin y al cabo, exterminaron vidas, que en la paz batallaron duro igual.
Quizás los sobrevivientes de aquellos fatídicos días, aseguraron en medio de tanta tragedia que el mundo cambiaría. Y la humanidad cambió, es cierto. Los podero-sos descubrieron una nueva manera de hacer guerras, y los científicos, antídotos contra virus mortíferos, que menguaron ante los ojos de los desposeídos.
Ahora, otra vez, vuelve a enfrentarse a otro enemigo, el Covid-19 puebla de súplicas y llantos al mundo, y también de esperanzas por el futuro mejor.
Pero después de escuchar las pretensione de Donald Trump, sobre una vacuna contra el nuevo coronavirus solo para ellos, los estado-unidenses, comienzos a dudar sobre la posibi-lidad de volvernos más sensibles y menos egoístas.
Después incluso de vivir en un plano territo-rial experiencias dolorosas en una cola, que ahora marcan la rutina de no pocos en la isla, no me explico cómo podremos alcanzar esa armonía social.
Después de ver como nadie se inmuta para cederle el turno en las aglomeraciones a una bata blanca que salva y cura, me pregunto con acento optimista, ¿seremos los mismos?
Hay quienes apuestan que sí, sentado en criterio de que aprendemos a valorar mucho más la vida los seres que la habitan, sobre todo los que nos acompañan y las esencias mismas de los pequeños detalles que construyen grandes cosas.
Estos días van archivando indiscutibles inte-rrogantes, desafiantes respuestas que arrojan no solo reflexiones sino lecciones para el diarismo del día después de mañana.
Ahora quizás deberíamos ser más fanáticos de los científicos y no de los superhéroes, añorar estrechar la mano de un médico más que la de un deportista; sabemos que no importa cuán
poderosos seamos porque al final somos vul-nerables ante el riesgo, sabemos cuánto vale ser dirigidos por hombres con ideas y no estupideces en la cabeza, que la solidaridad no solo hermana hombres sino que salva.
Pero a veces me derrumba la realidad pasada, la historia a grito contada con tanto desgarro por sus protagonistas, y sospecho que todo será igual, si en plena crisis no transformamos nuestro accionar.
Recuerdo entonces a uno de los ilustres del siglo pasado, Albert Einstein, cuando dijo que el problema no estaba en la bomba atómica sino en el corazón del hombre.
¿Usted qué cree? No pensemos más, hemos tenido suficiente tiempo para eso, actuemos que será mejor y entre todos no los agradeceremos.