El hombre que tengo frente a mí conoció a Camilo Cienfuegos desde pequeño, fue prisionero, por primera vez, a los 14 años de edad por participar en una manifestación, vivió junto al Che en México, vino en el Granma y dice que por Cuba siempre estará dispuesto a entregar su vida.
El deseo de una Patria mejor y el valor para empuñar las armas eran, para él, como herencias de familia, porque “mi abuelo fue mambí y tenía una bala en la rodilla. Desde niño, le preguntaba por qué cojeaba, y me explicaba la situación del país y los cambios que anhelaba”.
Gilberto García Alonso habla con tono pausado, aunque a veces se emociona y sube un poco el volumen.
Él recuerda los días en el país de los aztecas antes de salir hacia la Mayor de las Antillas en un yate colmado de coraje.
“Tuvimos la desgracia de llegar el 21 de junio de 1956, el mismo día que cogieron preso a Fidel y a otros compañeros. Casi todos estaban en la cárcel o los buscaban. Contactamos con Raúl, uno de los pocos libres, y abastecimos de alimentos a quienes no podían dejar las casas hasta que salió Fidel y se hicieron otras gestiones.
“Lo más importante fue la confianza en salir, llegar y triunfar. Durante las últimas jornadas, nos preparamos, sobre todo, en el tiro.
“La noche que partimos de Tuxpan había un mal tiempo. Ocupamos nuestros lugares en el barco. Yo me acomodé en un rinconcito. Éramos 82 hombres, más 12 barriles de combustible de 55 galones, 13 sacos de naranjas, las armas, los uniformes, las botas…
“Algunos traían hasta maletines con ropa porque no sabían que ese sería el día de la partida hacia Cuba.
“Las condiciones del clima nos beneficiaron, pero solo al inicio, porque en el puesto de la Marina, que controlaba el paso de los barcos, casi no había vigilancia. Se suponía que nadie sería tan “loco” como para salir en aquellas circunstancias y menos en una embarcación de madera tan pequeña.
“Lo más difícil de mi vida ha sido enfrentar al mar, con olas de hasta seis y siete metros de altura.
“El baño se tupió por el vómito de los compañeros, un motor fallaba, el agua entraba… Pensé que nos hundiríamos. Durante cuatro de los siete días, estuvimos bajo una tormenta. A veces, me sentía un poco nervioso, porque ni siquiera sabía nadar, hasta que llegamos al mangle, el 2 de diciembre.
“Con esfuerzo, salimos de aquel terreno pantanoso. Luego, el ejército atrás de nosotros, la aviación… Así hasta Alegría de Pío.
García Alonso hace un leve silencio, como si viera otra vez el ajetreo de aquel momento y sintiera el sonido de la metralla. Después sigue:
“Tuve la suerte de correr hacia el monte y salir de allí con Manuel Echeverría, quien trabajó con Celia Sánchez Manduley en el Movimiento 26 de Julio, y conocía la existencia de Crescencio Pérez, integrante del grupo de apoyo organizado por ella, por eso preguntamos a varios guajiros e hicimos contacto con él, quien nos salvó del cerco del ejército.
“La mayoría del pueblo ni siquiera sabía de nosotros, algunos nos perseguían y otros nos creían unos locos”.
Rememora con entusiasmo sus días cerca del Che:
“Una vez le pedí que me enseñara a inyectar. Fue para su cama, cogió la jeringuilla, agua destilada, aguja, y me dijo que en la guerra lo fundamental era hacerlo en una vena para que hiciera más efecto y ahorrar medicamentos. Entonces, me enseñó cómo detectarla. Nunca se me olvida que aprendí en su brazo, aunque no inyecté.
“Yo era alérgico y hablábamos un poco de eso, del asma y de un conocido en común. En aquel momento, era uno más de nosotros, hoy es todo un símbolo”.
La conversación fluye con naturalidad. Menciona a Camilo Cienfuegos y sonríe. Tal vez porque lo recuerda en el barrio:
“Tenía confianza con él porque vivíamos cerca en Lawton, La Habana. Después estuvimos en la misma escuadra. En Alegría de Pío, estábamos cerca cuando comenzó a disparar una avioneta. Él salió para el cañaveral y yo en dirección al monte.
Luego, conversa sobre su gusto por la herrería y los días en que hacía balances de hierro. Con voz de padre alerta: “Ahora la batalla se libra en el campo de las ideas, y esa es todos los días”.