Una amistad inquebrantable

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Por Miguel Antonio Muñoz López | 18 febrero, 2018 |
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Monumento a Perucho Figueredo, ubicado en la Plaza de la Revolución de Bayamo/ FOTO Luis Carlos Palacios

En la historia de toda nación existen hombres que descuellan, tanto por sus dotes intelectuales como por su actitud moral y patriótica. Ocasionalmente, el azar junta a algunos de esos paladines de la especie humana, para bien de sus contemporáneos y las generaciones subsiguientes.

Tal es el caso de los destacados revolucionarios bayameses Pedro Figueredo Cisneros, conocido como Perucho, y Carlos Manuel de Céspedes y del Castillo, nacidos ambos en la indomable villa del Bayamo, con poco más de un año de diferencia: Figueredo, en febrero de 1818; Céspedes, en abril de 1819.

La cercanía temporal y espacial de sus orígenes (las dos familias vivían muy próximas, los Figueredo en la esquina formada por la Plaza de la Parroquial Mayor; los Céspedes, en el callejón “de la Burruchaga”, a unos 80 metros de distancia) contribuyó a la amistad de los infantes, que fueron los primogénitos de sus padres.

También los favoreció el hecho de pertenecer a igual estamento social y cursar sus estudios primarios en los mismos centros y con los mismos profesores, quienes desde temprana edad les inculcaron veneración por el terruño y sus tradiciones. En realidad, el círculo social y familiar de Carlos Manuel y Pedro era el mismo, de ahí que su amistad se fuera afirmando de manera creciente desde la más tierna infancia.

De hecho, los lazos familiares se estrecharon en más de una ocasión: el primogénito de Céspedes, Carlitos, se casó con Eulalia, la primogénita de Figueredo; Ismael, un sobrino de Carlos Manuel, también se contrajo matrimonio con otra hija de Perucho, la célebre Canducha, la primera abanderada del Ejército Libertador; y una cuñada de Figueredo, la no menos conocida Luz Vázquez, fue esposa de Francisco del Castillo, tío de Carlos Manuel.

Sus personalidades se complementaban mutuamente: Céspedes, emprendedor y temerario; Pedro, parsimonioso y previsor. Sin embargo, no debe colegirse que Figueredo fuera de carácter apocado, ya que en múltiples oportunidades mostró  su sangre fría y valor personal. Famoso es aquel incidente del Te Deum, en junio de 1868, cuando el maestro Manuel Muñoz Cedeño, director de la Banda Municipal, interpretó la marcha patriótica La Bayamesa, a petición de Figueredo, ante las mismas narices del coronel Julián Udaeta, gobernador militar de Bayamo.

Cuando el jefe español, atónito ante el atrevimiento del bayamés, increpó a Figueredo, este le contestó, sereno: “Señor Gobernador, no me equivoco al asegurar, como aseguro, que no es usted músico. Por lo tanto nada le autoriza a decirme que ese es un canto patriótico”.

Variadas peripecias de la vida juntaron a estos dos grandes hombres, algunas poco conocidas, como aquella del proceso judicial incoado contra Perucho por Francisco Maceo Osorio, y en el cual Céspedes ofició como abogado defensor de su amigo; haciendo una exoneración brillante que desbarató los argumentos ridículos de su oponente. Desde entonces, nació una profunda animadversión entre Céspedes y Maceo Osorio, que se mantuvo hasta la muerte de este último.

Figueredo, como Céspedes, comenzó a conspirar tempranamente contra el colonialismo español, y estuvo entre los fundadores del Comité Revolucionario de Bayamo, el 13 de agosto de 1867.

La historia de Cuba le debe a Perucho, entre otros servicios brillantes, el de haber salvado la conspiración en Bayamo y Manzanillo, a raíz del controvertido telegrama cursado por las autoridades españolas el 8 de octubre de 1868, con orden de prisión inmediata para los principales líderes separatistas de la región.

Figueredo, ecuánime como siempre, pidió a su yerno Ismael de Céspedes (operador del puesto telegráfico de Bayamo que había recibido el mensaje) que demorara lo más posible su entrega; mientras él daba pronto aviso a los complotados. Claro está que, aún en el caso de que los conspiradores hubieran sido arrestados, la revolución hubiera estallado, porque ello obedecía al desarrollo de leyes históricas objetivas; pero, sin dudas, ese estallido hubiera sido más tardío, y mayores aún los sacrificios y sufrimientos del pueblo.

Luego del alzamiento independentista de Carlos Manuel de Céspedes en La Demajagua, el 10 de octubre de 1868, Figueredo fue uno de los primeros comprometidos que siguió al ilustre caudillo bayamés: él no dudó un instante, al conocer de la asonada manzanillera, en acatar la supremacía cespediana, e hizo oídos sordos a los que criticaron a Céspedes por haberse adelantado a la fecha prevista en la reunión de la finca El Rosario (Manzanillo, 6 de octubre de 1868).

Estatua al Padre de la Patria, Carlos Manuel de Céspedes, erigida en la Plaza de la Revolución/ FOTO Rafael Martínez Arias

Cuando el día 12 se presentó en su ingenio Las Mangas una comisión conciliadora, enviada por el coronel Udaeta e integrada por el hacendado Tomás Estrada Palma y dos comerciantes españoles, a pedirle a Figueredo fidelidad al gobierno colonial, este respondió con firmeza: “Yo me uniré a Céspedes, y con él marcharé a la gloria, o al cadalso”.

Manifestaba así no solo sus convicciones revolucionarias, sino su confianza y lealtad hacia Céspedes, en quien reconocía además del amigo de toda la vida, al más capacitado, entre todos los comprometidos en el levantamiento, para comandar la lucha contra España.

Otros muchos acontecimientos unieron a los dos héroes bayameses, a veces de manera casual; se pueden mencionar, por ejemplo, el haber estudiado Leyes en la Universidad de Cervera (Cataluña, España), haber muerto y estar enterrados ambos en territorio de la actual provincia Santiago de Cuba.

La leyenda popular recuerda siempre a Figueredo como lucía aquel 20 de octubre de 1868, sudoroso y manchado de pólvora, a horcajadas sobre Pajarito, su caballo preferido, escribiendo la letra del Himno de Bayamo en medio de una descomunal alegría popular por la liberación de su amada ciudad; pero este articulista prefiere rememorar esa otra imagen de supremo dramatismo, acaecida en la santiaguera Plaza de los Dolores, el 17 de agosto de 1870, cuando, sentado en un taburete, pues su estado de debilidad extrema le impedía estar de pie, recibió en el pecho la descarga homicida de la escuadra de fusilamiento.

Días antes, estando seguro ya de su suerte, había testado a favor de su esposa, Isabel Vázquez Moreno, y sus once hijos, nombrando como albacea de su heredad al licenciado Francisco Estaban Tamayo González, e instruyéndole que fueran pagadas todas sus deudas.

Nadie podrá saber cuáles fueron sus últimas palabras, pero, conociendo su carácter valeroso y su acendrado amor a Cuba, cabe deducir que repitiera el estribillo de su himno sublime: ¡No temáis una muerte gloriosa, que morir por la Patria es vivir!

 

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