
Eugenio Licea Celestino ha estado más de la mitad de su existencia frente a la muerte, si contamos que tenía apenas 20 años, 33 menos de los vividos hasta hoy, cuando se presentó ante ese suceso terminal e irreversible con el que concluye nuestro recorrido por la vida.
Había terminado la enseñanza especial y en busca de empleo, encontró el de jardinero a los 18 años en la funeraria de Bayamo, cercana a su vivienda. Un año estuvo en esos quehaceres, y otro en el lavado de carros fúnebres, hasta que le propusieron adiestrarse en el hospital provincial Carlos Manuel de Céspedes, como técnico en preparación de cadáveres.
Jamás hubiera imaginado que el destino le depararía ese oficio que casi nadie desea, pero que alguien tiene que hacer y es necesario como tantos otros.
Acaso no conocía, y probablemente tampoco sepa hasta ahora, que tiene también esa labor múltiples conceptos y miradas desde la ciencia, la cual la ha definido como tanatoestética, aunque en lo práctico se traduzca y se centre en las técnicas de higienización, taponamiento y otras que ayudan al fallecido a recuperar su apariencia, y ocultar marcas que conlleven expresiones de dolor y sufrimiento.
En eso, en lo práctico, se ha enfocado Licea Celestino, y lo ha hecho con la misma dedicación conque un médico cura a un paciente, porque lo que sí tiene claro, por tanto tiempo de realización profesional, es que entre lo que hace y los dolientes, se establece una fuerte conexión de apoyo y susceptibilidad.
Sobre esa experiencia de vida conversamos, cercano este 15 de febrero, Día de los trabajadores de Servicios Comunales, sector al cual pertenece Eugenio, y otros tantos hombres y mujeres merecedores de elevado reconocimiento, porque igual hacen esta y otras tareas no tan atractivas pero imprescindibles.
¿Cómo ha podido enfrentarlo, si en la sociedad existe un miedo generalizado ante la muerte y es ese miedo el que provoca su negación, y el rechazo a cuanto se le relacione?
“Hay muchos que tratan de que explique cómo puedo yo decir que siento amor por este trabajo. Pero, así lo siento y así hay que sentirlo, esta como todas las actividades, requiere de hacer bien las cosas, y que los familiares reconozcan que cuando preparo al fallecido lo hago con cariño, con sensibilidad.”
Se refiere así a la gratitud como el valor social que reciben quienes como él gestionan esta labor tan difícil en los momentos más tristes de la vida, a quienes, en los primeros procesos del duelo, ayudan a recordar al ser querido que parte, en su estado ilusorio del sueño.
En lo particular, ¿nunca ha experimentado miedo al trabajar con los cadáveres?
“Nunca, y aunque hay quienes dicen que para hacerlo hay que tomar ron, le aseguro que yo no lo hago, y laboro con una disciplina que me exige no solo mi puesto, sino también mi responsabilidad como jefe de la brigada de preparadores y como secretario del núcleo del Partido del centro.”
Sencillamente, Eugenio no es un ser extraño, preferimos definirlo entre esas personas con gran capacidad para aceptar el miedo, por lo que les resulta más fácil afrontarlo, hasta que al final tal estado de ánimo deja de existir para ellos.
¿Y lo que hace, tampoco le provoca dolor?
“Hay que entender lo que hacemos, uno va acostumbrándose, pero no es que seamos insensibles, los familiares llegan con su dolor, y nosotros lo hacemos nuestro, y sobre todo mayor tristeza da cuando muere un niño.
“Incluso hay momentos que marcan, y uno de los más dolorosos fue en medio de la Covid, cuando trasladábamos en un camión los fallecidos por la pandemia hacia el cementerio de Julia. Nos impactó que se marcharan sin que los familiares pudieran verlos ni despedirse.
“Mire, eso fue duro, eso fue grande -recuerda mientras lleva una mano a sus ojos húmedos-, hasta las lágrimas se me salen cuando hablo de aquello; por eso yo le digo a la gente, que hay que ayudarse, hay que quererse.”
Nos lo dice un hombre que, acaso por trabajar en un oficio de miedo, y por estar permanentemente frente a la muerte, ha aprendido a valorar y asumir la vida de una peculiar manera, la vida que es, en relación con el tiempo, demasiado breve, aunque muchas veces, el apego más a lo superfluo que a lo espiritual, no nos permita así entenderlo.
Eugenio insiste en recordárnoslo, él que ya ni recuerda cuántos cadáveres ha preparado a lo largo de su oficio, y que sabe, como nadie, que la muerte en su pedido no distingue, no clasifica, y que solo queda la huella de amor que hayamos sido capaces de inscribir en nuestro paso por la vida.