Los tambores retumbaron de un lado a otro en el populoso barrio santiaguero de Los Hoyos, aquel 12 de abril de 1867: la ciudad abría las puertas a uno de sus hijos más paradigmáticos, Antonio Gumersindo Garay García, el Gran Faraón de Cuba, como lo
llamara el poeta y dramaturgo español Federico García Lorca.
Sindo Garay, como popularmente llamaron a este criollísimo juglar, único cubano que estrechó las manos de Martí y después las de Fidel, disfrutaba a ratos de larguísimas temporadas bohemias en Bayamo, ciudad que le embrujó el corazón y en cuyas tertulias
musicales se bebía ron y se fumaba tabaco hasta la saciedad.
Durante una de esas visitas a la ciudad de los coches, ciertos amigos decidieron agasajarlo con un suculento fricasé de carnero.
Tras el ritual de bienvenida ofrecido en un pintoresco recinto enclavado en la finca El Salado, decapitaron al animalito y entre copa y copa se escuchó la voz
del fiel exponente de la canción trovadoresca cubana:
Tiene en su alma la bayamesa
tristes recuerdos de tradiciones
cuando contempla los verdes llanos
lágrimas vierte por sus pasiones.
Ella es sencilla, le brinda al hombre,
virtudes todas y el corazón
pero si siente
de la Patria el grito
todo lo deja, todo lo quema,
ese es su lema, su religión.
Tanto bebió y cantó ese día que, pasado de tragos, se alejó del grupo y buscó refugio en la primera habitación que encontró. Al instante cayó rendido mientras en el patio, las postas del animalito danzaban al punto acompasado del fogón.
Llegó la hora del banquete, unos y otros saboreaban hasta con los dedos el fricasé acompañado de casabe mojado, plátano verde y ñame hervido, todo bajo un
silencio absoluto, como a veces sucede en estos casos.
En breve los calderos quedaron boca abajo, nadie guardó, al menos, la postica prometida para el durmiente trovador.
Saciado el apetito y con la sobredosis de alcohol arriba comenzó el involuntario cabeceo en los sillones de la sala hasta que el sueño también los venció a todos.
Cuando poco a poco recobraban la lucidez y volvieron a una nueva carga de ron, alguien propuso escuchar nuevamente al trovador. Se aprobó la idea y de inmediato fueron por él:
-Vamos, Sindo, levántate para que nos cantes otra vez La Bayamesa.
Con la resaca a cuestas y el estómago comprimido por el hambre retornó ante los presentes:
-Caballeros, ¿a qué hora nos comemos el chilindrón? -preguntó, tras un profundo bostezo.
Las miradas se cruzaron en medio de un silencio
absoluto, hasta que alguien rompió el mutismo:
-Chico… discúlpanos, tú sabes cómo son los tragos, en realidad… ya nos lo comimos, pero no importa, date un trago que vamos a seguir cantando.
Sindo dudó por un instante, llegó hasta el patio y al percatarse de la veracidad de aquellas palabras se dirigió nuevamente agrupo de amigos:
-¿Saben una cosa? Si se lo comieron todo y nadie se acordó de mí, entonces… ¡qué canten los que comieron! -dijo, agotando el poco de ron que le quedaba en el vaso.