
Quizás este 10 de octubre el sol saldrá evocando aquella madrugada del año 1868, en la cual Carlos Manuel de Céspedes dio el primer paso para construir los cimientos de la revolución, que ha sido una desde entonces hasta nuestros días.
Tal vez, las ruinas del ingenio La Demajagua guarden vestigios de aquel día sublime, en el que un hombre, nacido en cuna de oro, libertó a sus esclavos y los invitó como hermanos a ofrendar su sangre en nombre de la independencia de Cuba.
A partir de ese momento, blancos y negros unieron sus fuerzas para liberar a una colonia que deseaba convertirse en República.
Céspedes lo entendió así, y por eso dio inicio a un proceso emancipador que aunque tuvo momentos tristes y desdichados, concretó sus objetivos el 1 de enero de 1959, pues como dijera Martí: “Un pueblo que entra en revolución, no sale de ella hasta que se extingue o la corona.”
Muchos le cuestionaron al ilustre bayamés el haber adelantado un levantamiento que se había concebido para un momento posterior, y hasta lo tildaron de aprovechado y de querer agenciarse el cetro de monarca, porque encabezó un alzamiento en el cual no era el líder, pero sabias y previsoras fueron sus palabras cuando alertaba a Francisco Vicente Aguilera de que las conspiraciones que se preparan mucho siempre fracasan, porque nunca falta un traidor que las descubra.
Luego el millonario heroico se uniría a la iniciativa de Céspedes, sin reprochar nada, porque sabía que el momento escogido por el mártir de San Lorenzo era el idóneo, y que los hombres dignos no debían estar disputándose el liderazgo cuando el interés supremo era la libertad de Cuba.
No había excusas para soportar por más tiempo la barbarie española, por eso al protagonista de La Demajagua debemos reverenciarlo, porque no dudó en empuñar las armas cuando otros titubearon o se retractaron.
Cada 10 de octubre se aviva el espíritu cespediano que inunda esta nación, porque el iniciador de nuestras luchas sigue siendo faro y guía para todos los cubanos que se consideran herederos del ímpetu de quien, al decir del Apóstol: “Sin más armas que un bastón de carey con puño de oro, decidió, cara a cara de una nación implacable, quitarle para la libertad su posesión más infeliz, como quien quita a una tigre su último cachorro”.