Los días finales de marzo de 1895 fueron muy intensos para José Martí, porque se alistaba, desde República Dominicana, para partir hacia Cuba con el Generalísimo Máximo Gómez.
La jornada más memorable de ese mes fue la del día 25, momento en el cual escribió cuatro documentos de un valor extraordinario para su Patria y vida personal: El llamamiento del Partido Revolucionario al pueblo de Cuba (Manifiesto de Montecristi) y las cartas a su madre Doña Leonor, a su hija del alma María Mantilla, y a su gran hermano dominicano Federico Henríquez y Carvajal.
Aunque son de gran relevancia estos cuatro documentos con valor histórico, en este trabajo nos queremos centrar en las cartas que el más universal de los cubanos escribió a esos dos seres que amaba con todo el amor, que solo un corazón sensible y apasionado como el del Apóstol, podía albergar.
En medio de los preparativos para partir rumbo a su adorada Isla, sitio donde había estallado una guerra organizada por él y en la que su presencia se hacía más que necesaria, el mártir de Dos Ríos sacó tiempo para escribirles unas hermosas palabras y consejos a María Mantilla y a su madre Carmen Miyares, a quienes dice:
“Mi María y mi Carmita: Salgo de pronto a un largo viaje, sin pluma ni tinta, ni modo de escribir en mucho tiempo. Las abrazo, las abrazo muchas veces sobre mi corazón. Una carta he de recibir siempre de Vds, y es la noticia, que me traerán el sol y las estrellas, de que no amarán en este mundo sino lo que merezca amor, -de que se me conservan generosas y sencillas, -de que jamás tendrán de amigo a quien no las iguale en mérito y pureza.
“- Y ¿en qué pienso ahora, cuando las tengo así abrazadas? En que este verano tengan muchas flores: en que en el invierno pongan, las dos juntas, una escuela: una escuela para diez niñas, a seis pesos, con piano y español, de nueve a una: y me las respetarán, y tendrá pan la casa (…) Hasta luego. Pongan la escuela. No tengo qué mandarles más que los brazos. Y un gran beso de su Martí”.
Y aunque esta misiva conmueve por la ternura con que siempre escribía a esos dos seres amados, es superada en cariño y amor por la última carta que ese mismo día escribe a su madre Doña Leonor Pérez Cabrera, que aunque conocida, no deja de sorprender y estremecer al leerla: “Madre mía: Hoy, 25 de marzo, en vísperas de un largo viaje, estoy pensando en Vd. Yo sin cesar pienso en Vd. Vd. se duele, en la cólera de su amor, del sacrificio de mi vida; y ¿por qué nací de Vd. con una vida que ama el sacrificio? Palabras, no puedo. El deber de un hombre está allí donde es más útil. Pero conmigo va siempre en mi creciente y necesaria agonía, el recuerdo de mi madre.
“Abrace a mis hermanas, y a sus compañeros. ¡Ojalá pueda algún día verlos a todos a mi alrededor, contentos de mí! Y entonces sí que cuidaré yo de Vd. con mimo y con orgullo. Ahora, bendígame, y crea que jamás saldrá de mi corazón obra sin piedad y sin limpieza. La bendición. Su J. Martí”.
Conmueve leer lo que apasionadamente escribe un hijo a una madre antes de partir a una guerra, momento en el cual, a juzgar por el texto, Martí parecía despedirse, pues sospechaba que el ángel de la muerte lo aguardaba en la Cuba, donde nuevamente el clarín llamaba al combate.
Difíciles fueron, aunque primó el amor, las relaciones con su madre, que no entendía cómo su adorado Pepe malgastaba su vida en causas aparentemente inútiles y no la empleaba en su familia, mujer e hijo.
Pero eso no disminuyó un ápice, el afecto que sentía el nacido en la habanera calle de Paula por el ser que le dio la vida. De ahí la necesidad que sintió de volcar los sentimientos que en ese momento embargaban su pecho, el cual no albergó nunca odio ni a sus más acérrimos enemigos, pues en versos confesó que era capaz de cultivar una rosa blanca, tanto para su amigo sincero, como para el cruel que era capaz de arrancarle el corazón con el cual vivía.
Emocionante debió ser ese día en que su destino se enfilaba otra vez hacia Cuba, pero visionario como era, el hombre de La Edad de Oro sabía que con la prudencia y delicadeza que lo caracterizaba, debía escribirles -quizás por última vez- a esos seres que reinaban en ese hermoso y puro trono, que era su alma.