
Alguien, sin pensarlo, dijo: “es cualquiera”, seguramente porque jamás sintió el placer que significa colgarse de su dedo o cabalgar sobre sus hombros, ni aquilató el sacrificio de la sincerísima frase “estoy cansado”.
Cualquiera no puede convertirse, a la vez, en héroe, tronco, abrazo. Cualquiera no tiene la capacidad de ser regaño “tenso”, solucionador de tareas escolares, resguardo, abridor de caminos…
Cualquiera no da un beso curador de caídas, ni se angustia en las circunstancias de fiebre, exámenes, errores o problemas. Tiene que ser alguien especial, como él, con el don de espantar huracanes, acariciar el alma y transfigurarse en rey de corona invisible.
De su boca, probablemente, nacen los mejores relatos de tiempos pretéritos; de su mirada brota la advertencia única de “no lo hagas”, pero también la revelación deliciosa de “Te Amo”.
No hay viaje comparable al que se realiza al lado suyo en la ruta de la escuela o de un simple columpio, no existe delicia parecida a la que emana de una golosina traída en su bolsillo.
Cuando él está un manto protector recubre nuestros cuerpos y entrañas; un cometa alumbra el tiempo; un árbol nos germina en lo profundo. Crecemos.
Y cuando él se marcha a otra latitud un dolor nos punza para siempre, una llovizna se queda en los ojos, un trozo de corazón se nos desprende. Menguamos.
Poco valen los homenajes de junio, si no entendemos la grandeza que gravita, eterna, en la palabra “padre”, una de las más hermosas del mundo. Su grandeza está en la caricia y el consejo, en el ejemplo o la rectitud; su grandeza vive colgada de un verso que él nos escribe, sin darnos cuenta, cada día.