Bolaños, el afilador

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Por Luis Carlos Frómeta Agüero | 23 julio, 2023 |
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Cada mañana el sonido inconfundible de la armónica anunciaba su llegada:

-Afiladoooó de tijera y cuchillo… afiladoooó…-pregonaba el gallego Bolaños en su habitual recorrido por las adoquinadas calles de Manzanillo.

Un derroche de chispas doradas salidas de aquella rueda de siles que le acompañaba siempre junto al retazo de lienzo, testigo del corte perfecto y complaciente.

Una lata con agua para asentar el filo, la pequeña caja de herramientas, el delantal protector de limallas, la inconfundible boina española y las alpargatas sobre el pedal del carricoche, complementaban la imagen del clásico personaje.

Desde que zarpó de Sanlúcar de Barrameda, nadie lo vio triste y cuentan que aún en los duros tiempos de estibador en el puerto del Guacanayabo, en la década de los años 50 del siglo XX,  jamás se

desprendió de las bromas, dejó bellísimas tradiciones orales de su Galicia y se cubanizó como un criollo más.

En el Guadalquivir dejó la cofradía de pescadores y una parte de su juventud en nosotros, los del barrio: el legado de un oficio, la honradez y la repetida frase:

-Mi mujé y yo fuimos felices durante veinte años, luego nos conocimos.

Para él no había hembra resistente, ni tijera fuera de corte, era, además, un perfecto comunicador, decía que en su tierra el afilador era símbolo de mal augurio, al pasar, todas las personas quedaban tiesas como una vela y volvían a la normalidad solo cuando se

alejaba, era algo así como el presagio mortal para el siguiente día.

Bolaños imponía mucha seriedad al contar las cosas y le creíamos, por eso cuando escuchábamos la “flauta de la guadaña”, le preguntábamos con cierta picardía:

-“Gaito”, ¿cuántos se van mañana?

Él torciéndose los finos bigotes, abría grandemente los ojos y respondía:

-Dos y sonaba un par de pitazos afirmando la sentencia al más allá.

Sostenía que sus coterráneos eran iguales a los pinareños, tratando de inventar un par de zapatos patentizaron las alpargatas y que el equipo afilador de tijeras,resultó el infeliz intento al fabricar una bicicleta.

Este comerciante andarín, tan autóctono como la empanada gallega y el Brandy de Jerez, transportaba su “taller ambulante” en una especie de monociclo, rememorando una de las funciones más recurrentes del mundo rural español.

Hace pocos días escuché en una calle bayamesa aquel sonido inconfundible del clásico instrumento:

-¡Bolaños! —dije asombrado mientras avanzaba en sentido contrario el afilador de tijeras.

Por un instante medité acerca del trabajo por cuenta propia contenido en esa labor tradicional verdaderamente democrática, en la que gerente y obrero se llevan bien, jamás discrepan por el demandado salario y disfrutan de los mismos deberes y derechos.

Sin embargo, esta vez pasaba casi desapercibido, nadie le reclamaba el corte perfecto, a los niños no le resulta familiar su presencia y el folklor urbano lo miraba indiferente ante el distanciamiento de los años.

Brotaron los recuerdos imborrables de la infancia y entre ellos la forma honrada con la que el gallego se ganaba la vida y hasta el gracioso momento de aquella expresión salida del alma, cuando en plena faena un perro callejero le orinó la malolienta alpargata:

-Ay, mare mía…a lo que ha llega´o ete jallego afiladó de tijera, que hasta los perros lo mean.

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