Travesuras en la barbería

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Por Luis Carlos Frómeta Agüero | 24 febrero, 2024 |
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FOTO/ Autor desconocido

Cuentan que en las comarcas de la Europa Medieval existía una peculiar profesión respetada por todos: el cirujano-barbero, reclamado personaje que cortaba la barba, el pelo, hacía sangrías, extraía muelas, practicaba cirugías, amputaciones… en fin, el rey del multioficio.

Dicen que alcanzaron tal notoriedad que hasta el Padre de la cirugía moderna, Ambroise Paré, en los comienzos de su carrera, en el siglo XVI, se formó en los referidos menesteres como parte del gremio de Barbero- cirujanos de París.

Así lo testificaba la única revista de un establecimiento callejero, dedicado al corte del cabello, que leía cuando esperaba la llegada del turno.

-Si en la Edad Media, establecimientos similares practicaban diversas funciones para aliviar padecimientos o dolores, en el que me encuentro es todo lo contrario, pensé, mientras observaba cada detalle de la escena.

Una silla rígida, de madera, un perro  que ladraba hasta por gusto y una señora, pasadita en libras, con bocina portátil del tipo bluetooth amarrada al cuello como cadena, recibían al visitante.

Para completar la escenografía onírica, al estilo del teatro del absurdo, un cartelito colocado a la entrada intentaba llegar hasta las fibras más sensibles del cliente: “Espero que tu día sea tan agradable como tu cabello”, refería la propaganda de letras azules.

A diferencia de una barbería comunitaria respetable, aquel local competía con la mejor oferta de La Cuevita, el más célebre mercado informal de La Habana, de manera que los concurrentes, no solo encontrarían pelados y afeitados; podrían llevar a casa resistencias eléctricas, champú sin sal, licras para jovencitas…

En tanto, en la esfera del tiempo, el secundario mantenía veloz carrera detrás del minutero, la voz del fígaro desprendió de la sillita escolar a mi antecesor cliente:

-¡Arriba, socio!

-Pélame al rape y aféitame la barba, puntualizó el otro, y en poco tiempo la orden se cumplió.

El muchachón se miró detenidamente en el pequeño espejo y, sacudiendo los pelos caídos sobre el pullover, dijo:

-Mira, fígaro, de paso tírale un corte al chama, de los que se usan ahora, mientras resuelvo un problemita en la otra esquina. Al regreso te liquido la cuenta de los dos- y se marchó.

Contento por el rasurado, el pequeño tomó por asiento una parte del muro de entrada, hasta que el barbero, impaciente al fin, detuvo la tijera y se acercó al menor:

-A ver, muchacho, ¿dónde se metió tu papá?, dijo que regresaba enseguida y no lo ha hecho.

El niño lo miró desconcertado y con la inocencia de sus años le comentó:

-Ese señor no es mi papá. Él me vio sentado aquí esperando que llegara mi mamá con el dinero, dijo que nos pelaríamos gratis, porque usted era su amigo y le creí. Muchas gracias.

No pude más, tuve que soltar la carcajada

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