El otro Gómez

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Por Osviel Castro Medel | 18 noviembre, 2024 |
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No deberíamos jamás constreñir  su obra diciendo que fue el que enseñó a usar el machete como arma de combate a los cubanos, tampoco en el hecho  de haber sido el General en Jefe del Ejército Libertador durante un buen tiempo.

Máximo Gómez Báez, el grande nacido en Baní, en la actual República Dominicana, el 18 de noviembre de 1836, fue más que guerrero y líder, más que maestro y padre de insurrectos.

Llegó a Cuba en 1865 y se hizo maderero en Manzanillo, también cultivador de tierras en El Dátil, un caserío en las afueras de Bayamo, al que llegaría José Joaquín Palma para incorporarlo para siempre a las tropas mambisas.

Era un hombre de carácter recio, que decía la verdad sin miedo, que parecía no temer al combate y miraba a los soldados mirándolos a los ojos.

Se le ha llamado Napoleón Caribeño, El Viejo, Gómez, El Jefe, pero tal vez no exista uno mejor que Generalísimo, prueba de respeto de sus subordinados.

Los cubanos tenemos deudas con él: debemos estudiar mejor sus facetas de padre, su relación con Panchito, el patriota que cayó al lado de Maceo; su amor por Bernarda del Toro, la Manana nuestra. Necesitamos ahondar en pasajes tan estremecedores como aquel en el que  fue a visitar a su padre moribundo.

“Volé a recoger el último suspiro y el último consejo de mi padre y enjugar las lágrimas de mi pobre madre, y dos hermanitas solteras que me quedaban. Desde entonces padecí mucho, pues muerto mi padre, me vi obligado a la responsabilidad inmediata de sostener y cuidar a una madre y dos hermanas, y atender al servicio de las armas”, escribió profundamente conmovido.

Debemos estudiar mejor al otro Máximo Gómez (que no deja de ser el mismo), el que escribió un delicioso Diario de Campaña, el que se dolía de la desunión entre cubanos, el tuvo que vender su caballito” para lograr pagar el funeral de su adorada madre.

Terminó la última guerra con vitalidad increíble, a los 62 años, una edad  en la que, en aquella época, muchos ya no tenían fuerzas para andar.

Triunfador en batallas memorables como Palo Seco y Las Guásimas, cruzador temerario de la famosa trocha de Júcaro a Morón, testigo de la grave derrota de Dos Ríos, en la que murió el Apóstol, Gómez es un ejemplo de héroe de carne y hueso, con luces y errores, como todos los humanos. Pero más con luces, vale también escribirlo.

Entre sus frases imborrables está aquella que sentencia que un día sin combate será un día perdido.

Tal vez el mejor resumen de su vida lo escribió él mismo, en 1876, 29 años de partir a la eternidad: «Estos son los datos que puedo dar de mi pobre pero honrado origen, y de mi humildísima existencia; que los sepa algún amigo, por si después de que mis huesos blanqueen en los campos de Cuba donde lucho por su libertad, a la calumnia o la mala fe se le antoja ofender a mi pobre memoria, que pueda decir: nació honrado, de padres honrados, y se supo que los amó, y nunca es mal amigo ni mal ciudadano el que supo ser buen hijo».

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