-¡Arreglo planchas de carbón y hornillas para leñas…! -pregonaba alguien desde el interior de mi sueño. De un salto tomé la cama por asiento :
-Juro por El Quijote, no leer más libros de caballería-pensé, mientras despedía la pereza etílica anterior, con muslitos de pollo a la brasa incluidos, matizado por el famoso estribillo de El carbonero, rubricado por Iván Fernández y popularizado por Miguelito Cuní:
¡Carbón, bon bon/ el carbonero… a tres kilos el saco/ lo vendo barato/ pa las planchadoras, /yo traigo mejoras…
-¿Tres kilos el saco? -dijo uno de los invitados- Eso sería en tiempos de Ñañá Seré.
-¿Quién fue esa? -indagó otro.
-Un personaje del imaginario popular -precisó Pedro, el viejo profesor de cultura comunitaria, mientras agotaba, de un tirón, el poco de cerveza presente en su vaso.
-Nadie sabe quién fue, dónde vivió, ni qué hizo para alcanzar tanta fama, -agregó, en tanto encendía el carbón empleando pomos plásticos, papel periódico y pedacitos de madera.
-Lo que aseguro -dijo- es que en casa jamás faltó la “balita de marabú”, que se disputaba el puesto con el más relevante reverbero de alcohol, -aseguró el catedrático, a la vez que echaba aire al improvisado fogón.
-Aquellos eran los turnos de carretoneros, vociferando, por las calles de la ciudad, la venta del palo morenito, para encender las cocinas de quienes defendían esta variante, que evitaba acudir a los depósitos más lejanos.
Muy pocos tenían cocinas de gas, por eso recuerdo la hornilla de hierro fundido de casa, por cuyos calados caían las cenizas en la lata que desempeñaba el multioficio: sostén y receptora de residuos, utilizados, luego, para la limpiar las ollas -comentaba al voltear los trozos de pollo.
-En aquel primitivo artefacto -recordó- lo mismo asábamos costillitas de cerdo, huevas de lisa al pincho, brochetas de pescado… y como aquello funcionaba de maravillas existía una réplica mayor en la
cocina, de zinc y madera, de moda en casi todos los hogares del barrio.
El proceso de encender siempre fue lento, como ahora, hay que echarle más aire que a un desmayado, pero después que prende la llama rojiza es perfecto y, para regularla, depende de la intensidad con que agites el cartón, la penca o el sombrero de yarey.
Lo estupendo de este proceder es el sabor ahumado que deja al arroz y a las carnes, único al paladar, que ni el gas ni las ollas eléctricas o de inducción, superan hoy.
También las había portátiles, muy utilizadas por vendedores de tamales y maní, empeñados en brindar caliente sus ofertas, mediante el empleo de un combustible económico y de alto rendimiento.
Los chinos planchadores, que hicieron colonias en nuestro país, usaban el carbón para calentar sus herramientas de trabajo, simultaneadas con almidón y un trapito con agua, para alistar las prendas llegadas a sus manos.
-Échale más carbón a la parrilla -agregó uno de los invitados, al tiempo que el homenajeado Ruperto acudía nuevamente a la “balita de marabú”.
¡Carbón, bon bon / el carbonero… a tres kilos el saco/ lo vendo barato/ pa las planchadoras,/yo traigo mejoras… cantaba tras agotar el poco de bebida que quedaba en mi vaso. -¿Tres kilos el saco? preguntó, otra vez, con toda intención, el mismo invitado.
-¡Wow, Pedro! -exclamó sonriente.