
La música es un poderoso agente socializador. Hay cuestiones que resultan monótonas o aburridas decirlas abiertamente, por lo que muchas veces se hace empleo de la música para expresarlas, de ahí también su papel didáctico y formativo de las nuevas generaciones.
Pero si esta manifestación artística no es asumida con seriedad y compromiso, tanto por creadores como difusores, pudiera representar un problema cultural y social significativo, como es el caso de ciertas expresiones del género urbano bastamente conocido como “Reparto”, entre otras de sus variantes, a menudo carentes de profundidad ética y estética, no por su ritmo, sino por su contenido específico.
Estas composiciones, cargadas de vulgaridades y mensajes que promueven conductas como el alcoholismo, el sexo irresponsable, las drogas y la corrupción, se han puesto de moda y están calando profundamente en las nuevas generaciones, incluidos niños, quienes son particularmente susceptibles a absorber esas tendencias.
La repetición constante normaliza lenguaje grosero, actitudes machistas, consumistas y presenta modelos de éxito ligados a conductas cuestionables como la delincuencia. Esto no solo afecta la formación ética de niños, adolescentes y jóvenes, sino que también atenta contra la riqueza y diversidad de nuestra cultura musical nacional e internacional.
Resulta inconcebible que haya un predominio casi absoluto de este tipo de contenidos en espacios tanto privados como estatales, dejando de lado la vastedad del pentagrama musical que podría enriquecer y fortalecer nuestra identidad cultural. Esta saturación crea una falsa impresión de que es “lo único” o “lo más popular” o de que “nadie baila con otra cosa que no sea esto”, como muchos mal llamados DJ plantean.
Existe una política cultural destinada a regular y proteger estos valores, existen además códigos de ética y normativas (como regulaciones sobre contenido en medios estatales o espacios públicos) que no se aplican con rigor o coherencia, evidenciando inacción y falta de compromiso de las instituciones encargadas de hacer cumplir sus propias reglas, algo que resulta muy alarmante pues también denota falta de institucionalidad.
Salvar lo ético y lo más notorio de nuestras tradiciones musicales no solo es un acto de protección cultural sino también una responsabilidad social urgente. De no corregirse esta tendencia, los géneros y ritmos auténticos de la nación cubana están condenados a desaparecer, mientras que las conductas negativas que promueven los actuales podrían volverse norma cotidiana en lugar de excepción, afectando la moral y el bienestar social.
El llamado es claro: las instituciones culturales y estatales deben asumir su rol protector y fomentar la divulgación de contenidos que respeten y promuevan los valores éticos y culturales de Cuba. Solo así podremos garantizar un futuro cultural sólido para la nación, donde las nuevas generaciones crezcan impregnadas de lo mejor de nuestra herencia musical y moral.
La riqueza del pentagrama cubano e internacional es un tesoro que no puede quedar sepultado por la inercia, la falta de voluntad política o la aplicación selectiva de las normas. Actuar para garantizar una difusión musical diversa, ética y de calidad en los espacios que pertenecen a todos los cubanos es, efectivamente, una cuestión vital para el futuro cultural y social de la nación.