
Llegó septiembre, y con él, la algarabía de un curso escolar que se abre paso entre la complejidad. Es una mañana movida, alegre… expectante.
Tras las alarmas empieza la danza de los uniformes planchados, mientras las risas de los niños y jóvenes llenan el aire, anticipando nuevas vivencias y aprendizajes.
En cada barrio, la gesta silenciosa de las madres y los padres ha sido épica: la búsqueda de la mochila, ese caparazón que guardará los tesoros del saber y que debe tolerar el trajín de todo un año; los útiles escolares… Detrás de cada cosa hay una historia de esfuerzo, dedicación y amor.
Épica también va siendo la batalla de un país que se debate entre urgencias cotidianas, pero que ha puesto en este nuevo amanecer, muchas manos, muchos sacrificios, muchos desvelos.
Mientras, en el interior de las casas, abuelas, madres, vecinas, ajustaron tallas, aseguraron botones, distintivos, o bordaron las iniciales de los pequeños.
En el centro de este universo, los niños. Para ellos, este día no tiene aristas ensombrecidas; es puro futuro. Sus sueños se avivan con el olor a libro y punta del lápiz.
Hoy, miles de nuestros retoños tienen su primer vínculo con el mundo de las letras y los números; otros, continúan el camino ya iniciado, un pacto con el mañana que se firma en el pizarrón.
Las calles de toda Cuba se pueblan de blanco, azul, rojo… Un río de inocencia, ávida de saberes, fluye hacia las escuelas.
Las puertas se abren. Maestras y maestros los reciben como hijos. Saben que en sus miradas está la semilla de todo lo que somos, de lo que podemos ser.
Vale mucho, para todos, este día, y dice también mucho de la voluntad de un pueblo que, en el alfabeto de sus niños, escribe claramente el porvenir.
El curso ha comenzado. Los sueños, como siempre, toman asiento en primera fila.