Un héroe querido y “travieso”

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Por Osviel Castro Medel | 28 octubre, 2025 |
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Llegamos a él por los relatos que corrían de boca en boca, antes de que los libros nos dieran su historia completa. Era una veneración aprendida en el lenguaje secreto de la familia, en ese gesto casi instintivo de lanzar flores a las aguas cada mañana. Pero el cariño se hizo más hondo cuando descubrimos al hombre detrás del héroe: aquel que convertía la guerra en una travesura de hombres serios, que llevaba en los ojos la chispa de “mil maldades cubanas” y en el rostro una sonrisa que desafiaba a la muerte.

Antes de que la historia lo inscribiera en bronce, fue el guerrillero que aceptó lo imposible: el 31 de marzo de 1958, recibió de Fidel la orden de bajar de la Sierra Maestra con apenas trece hombres -Osvaldo Herrera, Orestes Guerra, Cristino Naranjo y otros- para plantar la rebeldía en los llanos de Bayamo, justo donde la tiranía había establecido su fortaleza.

Hablando con Martí

En su campaña por el llano, entre abril y junio de 1958, el entonces capitán -pronto ascendido a Comandante- no solo libraba combates: construía un entramado de afectos que perduraría más allá de los años. Las familias Peláez, Ramírez, Silva, Maceo y otras, se convirtieron en extensiones de su propia sangre.

Mientras establecía diecinueve campamentos desde Guamo Embarcadero hasta Dos Ríos, encontraba tiempo para gestos que revelaban al hombre completo: su visita, el 13 de junio de 1958, al lugar donde cayó  José Martí,  no fue un acto protocolario sino un diálogo íntimo con la historia.  Pronto le escribiría a  Fidel asegurándole que  después del triunfo del Ejército Rebelde el monumento al Maestro no estaría rodeado de yerbas y malezas.

El ataque a la planta eléctrica de Bayamo el 20 de abril  de ese año mostró su audacia militar, pero fueron sus noches compartiendo el café en los fogones campesinos las que ganaron la guerra verdadera: la de los corazones.

Regresos

Tras el triunfo de enero, cuando ya era el Héroe de Yaguajay, no dejó de viajar a los llanos del Cauto. Sus visitas sorpresas se hicieron legendarias: el jeep militar apareciendo en la noche, su voz gritando “¡Vamos, levántense, llegaron los come-vacas!” y el reconocimiento inmediato de quienes lo amaban: “¡Tú eres Camilo!”.

Como narra Mirtha Ramírez, esas llegadas del héroe popular transformaban la cotidianidad en fiesta. Él se sentaba en el fogón -“ponía la nalga”, decían- y pronto la casa se llenaba de vecinos que llegaban como atraídos por un imán invisible. Aquellas noches, el sueño esperaba mientras la alegría se enseñoreaba en esa zona.

En el hotel Central, de Bayamo, rodeado de sus colaboradores de la guerrilla, mantenía intacto su carácter. Sus “bromas de sustos”, como la que le hizo al periodista Rubén Castillo Ramos -haciéndolo llevar preso solo para recibirlo con una carcajada y un trago- revelaban al hombre que no permitiría que las tremendas tareas que tenía bajo sus hombros le secuestraran ola jovialidad..

Velas y un infarto

Cuando el avión desapareció en la ruta Camagüey-La Habana aquel 28 de octubre, el Cauto declaró su propia resistencia: se negó a creer su muerte. La búsqueda se organizó desde el dolor pero también desde la esperanza testaruda.

Durante quince días, sus hombres sobrevolaron la zona, visitaron casas, recorrieron caminos. Mientras, el pueblo manifestaba su angustia de mil maneras: velas encendidas, promesas de peregrinaciones descalzas hasta El Cobre, y hasta la aparición de un impostor que decía ser “Camilo resucitado”, rápidamente desenmascarado por quienes conocían al hombre de carácter excepcional.

La noticia, incluso, le provocó un infarto mortal a Arcadio Peláez, el “Coronel” de El Jardín. Otros enfermaron de lo que el pueblo llamaba “el mal del susto”. Muchos en  llanos del Cauto perdieron  por un momento el aire, pero no la memoria.

Epílogo

Hoy, 66 años después, comprendemos que su desaparición física fue el comienzo de otra forma de existencia. El hombre que soñó con ser escultor terminó diseñando una presencia que trasciende el tiempo y el espacio.

En los llanos del Cauto, su esencia perdura en los gestos, en las anécdotas que se cuentan como si hubieran ocurrido ayer, en los sombreros tejanos que todavía se usan en su honor. Los niños que entonces jugaron con su barba hoy son ancianos que transmiten a sus nietos el calor de aquel indescriptible abrazo a Camilo.

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