El amanecer dieciséis veces

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Por Granma | 18 septiembre, 2025 |
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FOTO/ Nieves Molina

«Natural de Guantánamo» es lo que suelta justo detrás del nombre. Ya después añadirá que nació en 5 Norte / 5 Oeste, «cerca de la base naval» y que, de chiquito, tiraba piedras a los aviones, «como a los pájaros», con tal de derribarlos.

Eso sí: siempre quedó espacio para el juego, aunque hubo que trabajar desde los diez u once. La cosa es que a «Mamá Mariana» había que ayudarla de alguna forma, porque era ella con tres nietos huérfanos y una pensión. Por eso, Arnaldo lo mismo limpió botas que repartió propagandas de farmacias de turno. Ya un poquito más grande, se metió a aprendiz de un carpintero experto en «muebles de lujo» que, con la recortería, le dejaba hacer trapeadores y percheros para vender. «Y así: lo que apareciera».

«En aquel tiempo había un atraso escolar muy grande». Cuando triunfó la Revolución, él estaba en octavo grado, pero tenía 16. Después, «Fidel creó la Asociación de Jóvenes Rebeldes (AJR)» y muchos de los que «antes del 59 no teníamos futuro nos metimos ahí».

Unos meses más tarde, mediante esa organización, se formaron las «Brigadas Juveniles de Trabajo Revolucionario» y tuvo que escalar cinco veces el Pico Turquino y «ayudar a los campesinos en la construcción o mantenimiento de escuelas, de caminos…».

Pero, «como la idea de Fidel siempre fue que la AJR aportara los futuros cuadros de las Fuerzas Armadas y demás órganos de la Seguridad», empezaron a ofertar cursos. Y Arnaldo, que había vivido toda su vida sobrevolado, levantó la mano cuando hablaron de pilotar aviones.

Lo que él no sabía es que acarreaba un astigmatismo ligero congénito por el que desaprobaría los estándares médicos necesarios para ese curso y, con tal de quedarse en la misma rama, cogería otro de técnico en aviación, con el que no llegaría a volar bestias, pero, por lo menos, podría diezmarlas.

Al cabo de dos meses en la Unión Soviética, algunos de los que iban a ser pilotos acabaron «de baja» por caídas, enfermedades o vaya usted a saber por qué otras razones. Tras evaluar otra vez el expediente, Arnaldo fue admitido en el curso aquel. Lo del astigmatismo no era tan grave; al menos podría volar unos «diez o quince años».

A punta de errores y «A mí no me daba pena soltar mi vocabulario», aprendió a hablar ruso. Aunque la «familiarización con los términos de defensa de nuestro cielo» la tuvo acá, en buen cubano.

Para cuando llegó la convocatoria de cosmonauta, ya era jefe de brigada aérea en una base de Santa Clara y teniente coronel. Exámenes y decantaciones por medio, fue seleccionado para el entrenamiento junto a José Armando López Falcón: «él era mi reserva y yo la suya».

Al año ya le habían analizado el carácter y puesto de compañero a uno que se le pareciera: Yuri Romanenko. A José Armando también le buscaron un semejante. Ambos dúos debían recibir el mismo entrenamiento, pulir las mismas habilidades, porque nadie sabía por las claras cuál de los dos iba a realizar el viaje.

La preparación fue «dura». Por suerte, la esposa y los dos hijos siempre estuvieron ahí, «para aliviar un poco la vida».

Cuarenta y ocho horas antes del vuelo, se dio la noticia: serían «Tamayo y Romanenko». De los motivos nada se habló.

Las certezas eran pocas. A las 11:13 p.m. del 18 de septiembre de 1980, desde el cosmódromo de Baikonur, Kazajstán –entonces parte de la Unión Soviética–, a bordo de la nave Soyuz-38, partieron al espacio.

A lo mejor, Arnaldo sintió miedo, pero no lo dice. Prefiere contar que pensó en Guantánamo, en los primeros años de cielo, en la patria: en esta patria que se le hizo chica a más de cien kilómetros de altura, pero que no hay distancia que en el alma la torne menos o la desaparezca. Eso no.

Llegaron al cosmos trozos de ella: una pequeña esfera con arena de Playa Girón, La historia me absolverá –de Fidel– y el Manifiesto de Montecristi –firmado por José Martí y Máximo Gómez– en dos minilibros, varias medallas conmemorativas, una semilla de palma real que hoy es árbol cuarentón en La Demajagua, «la bandera de Carlos Manuel de Céspedes y la de Narciso López», una polimita de Baracoa que acabó en el Museo de Arte Decorativo, un poema de Nicolás Guillén y ese de Martí que dice:

A los espacios entregarme quiero / Donde se vive en paz, y con un manto / De luz, en gozo embriagador henchido, / Sobre las nubes blancas se pasea, / Y donde Dante y las estrellas viven.

Una caricatura hecha por René de la Nuez, un habano, diez sellos de correo y diez sobres que fueron acuñados en «la estación orbital como constancia de su ida al cosmos».

También llevaban abordo 21 experimentos, mayormente de carácter «médico-biológico y científico-técnico», que debían pasar del papel a la práctica en la estación orbital Saliut-6–Soyuz-37, junto a los cosmonautas Leonid Popov y Valeri Riumin. Porque «ir al cosmos no es volar por volar; como sale caro debe tener alguna rentabilidad económica».

Hasta el momento del «acople», la Sayuz-38 se encontraba a unos «170 kilómetros de altura y 29 000 km/h», como un satélite orbitando alrededor de la Tierra. Dar con el otro cuerpo espacial fue como «encontrar una aguja en el océano». Pero se logró.

Arnaldo traía la sonrisa de siempre, la que no ha cambiado en nada. Dice que con eso tenían cumplido, al menos, el «80 % de la misión, porque si no se acopla hay que regresar y ya».

El cuerpo necesitó tres días para adaptarse al cambio. Hubo náuseas, mareos, insomnio, inapetencia…

«Aquí en la Tierra el corazón bombea la sangre hasta la punta de los pies. Cuando llega la ingravidez, él trata de seguir bombeando como aquí, pero no hace falta». Por eso tuvo las venas del rostro hinchadas: «la cabeza está más cerca del corazón».

Se adueñó de un pedazo del techo para dormir y ahí, «con el saco», se quedaba «tranquilito». El poco tiempo que le sobró fue agotado en hacer fotos del espacio. Sabía que, probablemente, no podría verlo nunca más.

Recuerda que el agua se hacía una bola si estaba fuera de algún recipiente y que casi todo lo sólido que comía venía en forma de puré, metido dentro de unos pomos similares a los de la pasta dental. Fue entonces cuando se consolidó su vicio por el té «de cualquier yerba, menos de marihuana», y generalmente «a media mañana y media tarde».

Estuvo en el espacio poco menos de ocho días. Desde aquella nave dio unas 128 vueltas al planeta y veía el día y la noche 16 veces cada 24 horas terrestres.

Cuando regresó, su vida había cambiado: era Arnaldo Tamayo Méndez, el primer latinoamericano en viajar al cosmos.  Vinieron las 72 horas de cuarentena y análisis médicos, el reencuentro con la familia y los vecinos rusos que le llenaron la casa, el regreso a Cuba y los saludos oficiales, el recorrido por La Habana con Fidel y Romanenko en un descapotable, «el pueblo en las calles, la gritería, la música, la jodedera»…

Fueron seis meses de viajes por todo el país, de visitas a escuelas, ministerios, centros de trabajo, de cuentos y disparates, de «debía cuidar todo lo que hacía porque tenía muchos ojos encima».

Nunca más pilotó un avión, por aquello de que «no vamos a permitir que te pase lo mismo que a Yuri Gagarin. Esos aviones de caza son muy peligrosos y a ti hay que protegerte. Puedes volar, pero solo como pasajero». Hoy es asesor en el Ministerio de las Fuerzas Armadas Revolucionarias. Aunque debía estar jubilado, «¿qué voy a hacer yo en la casa?».

Y el libro Un cubano en el cosmos lo hizo a tanta insistencia del Comandante Almeida, que a cada rato le decía: «¿Qué tú esperas, Tamayo, para escribir? ¿Lo vas a hacer cuando estés to´ viejito, hecho un vegetal, y no te acuerdes de nada? Van a venir otros a escribir lo que tú sentiste. ¡Escribe, chico!».

El niño aquel que tiraba piedras a los aviones norteamericanos no tenía ni idea de que llegaría a pilotar unos de caza, mucho menos que vería el planeta de tan lejos. Si algo pueden decir es que es «un jodedor de primera», que defiende ser «humorístico» porque «eso ayuda mucho en la vida» y que siempre que ve un avión: «Oye, se me cae la babita»…

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