Aquel octubre tremendo (III)

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Por Martín Corona Jerez | 20 octubre, 2023 |
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FOTO Luis Carlos Palacios Leyva

Un pueblo se expresa en procesos básicos permanentes, entre los que sobresalen los llamados cultura, patria, nación, nacionalidad, revolución y eticidad. El cubano comienza a acrisolarse, cristalizar, emerger, mostrar sus esencias y a adoptar contornos definitivos, en 10 años de contienda armada, donde la decadente, torpe e inmoral monarquía española le impone la modalidad más inhumana, la que el mundo denomina guerra total, con el propósito de arrancar de raíz el espíritu libertario.

Este tipo de enfrentamiento incluye crímenes indescriptibles y heridas imborrables en la dignidad, huellas muchas veces insospechadas.

En un mundo organizado sobre la base de los intereses de los más poderosos, resulta difícil conquistar la libertad, la justicia social y un camino firme hacia el progreso, mucho más en un territorio pequeño, con pocos recursos y alejado de los centros adelantados de la cultura.

Por eso, los habitantes del mayor archipiélago antillano están obligados a luchar con todas sus fuerzas, en primer lugar la unidad, y convencidos de que, si no triunfan, dejarán de existir como pueblo.

El carácter imprescindible de la unidad nacional quedó demostrado durante la Guerra Grande, pero su corolario más trascendental radica en que constituye una exigencia permanente, para todos los tiempos, y no debiéramos olvidarlo los cubanos del siglo XXI, cuando casi la totalidad tenemos capacidad para “pensar con cabeza propia”, porque sabemos leer y escribir.

En el fragor de una guerra cruenta y larga, se amalgamaron los procesos conformadores de la cubanía, acompañados, como es natural, por errores humanos, incompetencias clasistas, tendencias anexionistas, prejuicios racistas y sostenidas carencias materiales.

Pese a los obstáculos mencionados, y otros muchos, el pueblo cubano y su  vanguardia política del momento (el ala radical de los terratenientes esclavistas, sobre todo los de la mitad oriental), sentaron las bases de un proyecto de país colmado de singularidades y, tan fuerte, que ya no pudo detenerse y mucho menos retroceder.

Los independentistas ricos de esta Antilla se agenciaron un sitial de brillo en la historia planetaria cuando, conscientes o empujados por la fuerza de los hechos,  sacrificaron los bienes, familias, vidas y hasta la condición de clase social poderosa, a favor de la libertad, la justicia y el progreso de su nación. Pocos grupos explotadores han llegado a tal grado de radicalización.

Al mismo tiempo, en el liderazgo de la Guerra Grande se fundieron las vanguardias política y cultural del pueblo que nacía, para sentar un precedente importantísimo, tanto que, tal vez, requiera más estudio y mejores aplicaciones en coyunturas por venir.

En aquella generación vanguardista, sobresale Carlos Manuel de Céspedes, por su hacer de artista, literato, abogado y economista, y por sus siembras de político, gobernante, pensador, fundador y conductor. Fue el más cercano precedente que tuvo José Martí, cumbre del pensamiento cubano en todos los tiempos, y no resultaron baldíos los afanes del Apóstol por conocer, en detalles, la vida y la obra de El Iniciador.

Antes y después de convencerse de que le correspondería andar un tramo bien exigente con las banderas de La Demajagua y Baraguá, el Héroe Nacional enseñaba cómo se debe divulgar y aplicar la herencia histórica de un pueblo casi único por sus deberes. Acerca del tema, escribió: “… nada hay más justo (…) que dejar en punto de verdad las cosas de la historia.” También manifestó: “La historia universal no ha de construirse con arreglo a las creencias parciales y sectarias del que la escriba (…)” Otro de sus consejos dice: “…para que perdurase y valiese, para que inspirase y fortaleciese, se debía escribir la historia”.

Si fueran martianos todos los que deben, tal vez, no habría que lamentar tanta insistencia, disfrazada, en las discrepancias decimonónicas; no  se aprovecharían los errores de un héroe para ocultar los de otro; las recordaciones de próceres y hazañas tendrían mayores atractivos y dividendos, aumentarían agradecidos y enamorados, mientras disminuirían Judas  y supuestos indiferentes.

Es justo repetir que Céspedes fue el guía principal de la gesta de 1868, debido a su mayor claridad acerca de los vitales temas que empezaron a tener vigencia desde los tiempos de la conspiración. Quedan muchas huellas de su gestión vigorosa y consciente en pro de la unidad entre los dirigentes y entre todas las fuerzas llamadas a engrosar el movimiento revolucionario.

Ignorado por algunos analistas y menospreciado por otros, el “Manifiesto de la Junta Revolucionaria de la Isla de Cuba dirigido a sus compatriotas y a todas las naciones”, más conocido como Manifiesto del 10 de Octubre, evidencia  cultura, conocimiento de la actualidad mundial y precisión en los objetivos, además de intencionalidad, audacia, prudencia y realismo.

El primer párrafo expresa que el documento fue redactado, “siguiendo la costumbre establecida en todos los países civilizados”, para exponer las causas del levantamiento armado y “los principios que queremos cimentar sobre las ruinas de lo presente para la felicidad del porvenir.”

En otras líneas argumenta que España tiene a Cuba “privada de toda libertad política, civil y religiosa” y “cuando un pueblo llega al extremo de degradación y miseria en que nosotros nos vemos nadie puede reprobarle que eche manos a las armas…”

También precisa: “No nos extravían rencores, no nos halagan ambiciones: solo queremos ser libres e iguales como hizo el Creador a todos los hombres.”

Añade que “creemos que todos los hombres somos hermanos, amamos la tolerancia, el orden y la justicia en todas las materias; respetamos los vidas y propiedades de los ciudadanos pacíficos aunque sean los mismos españoles residentes en este territorio; admiramos el sufragio universal que asegura la soberanía del pueblo; deseamos la emancipación gradual y bajo indemnización de la esclavitud…”

“Cuba aspira a ser una nación grande y civilizada para tender un brazo amigo y un corazón fraternal a todos los demás pueblos…”, anuncia la breve, valiente, transparente e inteligente declaración en que Céspedes proclama la independencia absoluta de Cuba del yugo colonial y la abolición de la esclavitud. Este último propósito es el más progresista posible en aquel momento, tanto que elevó la sublevación a la categoría de revolución social.

Son admirables la precisión y la altura de esas ideas, además del denuedo con que el autor trató de convertirlas en hechos, en medio de un enjambre de contradicciones de todo tipo.

No es secreto que, tras el Grito del 10 de Octubre, se alzaron miles de patriotas, como estaba acordado en reuniones previas; pero la mayor victoria militar de la contienda, es decir, la toma de la ciudad de Bayamo y su ocupación durante casi tres meses, no pudo coronarse con entendimientos suficientes para formar un gobierno representativo de todos los sublevados.

La calidad revolucionaria de Céspedes, consecuente con su decisión de sacrificarlo todo en pos de la Patria, se expresó, una vez más, en medio de la tormentosa crisis que siguió a la pérdida de Bayamo, derrota acompañada por una prolongada ola de crímenes y vejámenes del enemigo, intento de sedición, falta de armas y municiones, divisiones e inoperancia en la emigración y firme oposición de líderes camagüeyanos y villaclareños a un posible gobierno de mando único, como lo exigía el objetivo inmediato, que era ganar la guerra.

Significativa para el curso posterior de la gesta, la derrota de los patriotas en Bayamo también dejó un símbolo de alcance planetario, porque cuando los moradores redujeron a cenizas la urbe y fueron a continuar la pelea en bosques y montañas, estaban expresando, de la manera más radical y valiente, hasta dónde eran capaces de llegar en sus afanes de soberanía. La ciudad fue convertida en antorcha, cuando resultó imposible mantenerla libre. No hubo miedo ni rendición, sino rebeldía en grado extraordinario.

Poco después, como los correligionarios de otras comarcas no cedían en sus extemporáneas propuestas institucionales, Céspedes se dejó amarrar de pies y manos, en Guáimaro, y Cuba pudo presentar al mundo el demandado gobierno representativo que hablaría en nombre del mambisado, aunque las discrepancias internas, en vez de resolverse, aumentaron.

Refiriéndose a los 5 años en que el Padre de la Patria encabezó la Guerra Grande, el Doctor en Ciencias Rafael Acosta de Arriba, en su libro Los silencios quebrados de San Lorenzo, sintetiza: “Céspedes estaba apresado entre múltiples fuegos cruzados. El caudillismo militar era crecientemente amenazador; el regionalismo, un valladar cotidiano; el anexionismo, una presencia perniciosa (todavía en 1873, Calixto García le hablaba al periodista irlandés James O´Kelly de la posibilidad de unirse a Estados Unidos si no fructificaban los esfuerzos de los patriotas); el racismo pululaba entre los antiguos señores de esclavos; Agramonte agitaba la quinta columna; Moralitos fundaba periódicos para criticar duramente la política presidencial”.

Añade que El Iniciador responde con dos elementos: “Uno, el pensamiento político que radicaliza por momentos, y dos, la ética de una conducta que lo conduce inexorablemente a una muerte inevitable pero que le otorgaba la autoridad moral de que disfrutó, aun depuesto de su cargo de presidente. Con esa actitud evitó la lucha fratricida que hubiese sido la muerte súbita de la revolución y una verdadera catástrofe para la moral de los patriotas.”

(CONTINUARÁ)

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