El Hombre del 10 de Octubre deviene figura cimera de su generación, la del 68, aquella que, a la historia de las ideas en Cuba, suma el independentismo de nuevo tipo, el de la práctica y la ética, forjadas en la marcha azarosa de una guerra cuyo carácter brutal le viene impuesto por el enemigo, siempre más numeroso y mejor armado.
En palabras del Doctor Rafael Acosta de Arriba, “el independentismo de nuevo tipo, que surgió y se desarrolló con el pensamiento de Carlos Manuel de Céspedes, fue el conjunto de ideas en torno a lograr la independencia de Cuba, sin condiciones, mediante la lucha armada contra el colonialismo español, con la abolición de la esclavitud como su primera e insoslayable tarea en el orden político-social y con la instauración de una república democrático-burguesa como proyecto nacional”.
A fin de lograr dichos objetivos, esbozados en el Manifiesto del 10 de Octubre, agrega, el más prominente de los bayameses funda el Ejército Mambí, contribuye de manera esencial a la unidad de los patriotas, es el primer defensor de los principios jurídicos de la República en Armas y, con acérrimo abolicionismo y democrática política de ascenso de negros y mestizos, ayuda a la armonía étnica.
El proselitismo patriótico con religiosos, emigrados, negros, mestizos y españoles simpatizantes o neutrales, anticipa en Céspedes la tesis martiana de una república “con todos y para el bien de todos”, subraya.
Como aportes más trascendentales del pensamiento cespediano, anota el avizoramiento de la política del gobierno de Estados Unidos hacia la revolución mambisa y el respeto inconmovible por la ley.
Según Acosta de Arriba, el resultado fundamental del ideario del Padre de la Patria fue la nueva calidad que dio a la categoría independencia nacional.
El tiempo transcurre más veloz ahora y las circunstancias varían, pero no pierden vigencia las contribuciones esenciales del cubano que enseñó a su pueblo a conquistar la libertad.
Céspedes, la vanguardia revolucionaria que él lideró y el pueblo naciente encabezado por ellos, iniciaron una era nueva en el archipiélago, con tanto impacto que, 155 años después, siguen siendo objetos de veneración y estudio.
Para analizar el tema, es necesario ubicarse, sin prejuicios ni apasionamientos, en el aquel venero de creación y audacia, protagonizado por hombres y mujeres imperfectos, como fue siempre y será.
Para Acosta de Arriba, Céspedes es hombre de cambio, cruce de caminos, clave en el minuto eclosionador de la nación, encuentro entre romanticismo y liberalismo e iniciador de la época cubana del pensamiento transmutado en acción, la idea convertida en acto.
Recuerda que el héroe comenzó la lucha independentista postrado ante la virgen de la Caridad y con una imagen de ella en el cuello; en la noche previa ordenó a los esclavos tocar la tumba francesa como preludio de la insurrección; “era venerable maestro de la logia Buena Fe, con el grado 33, el más alto de la escala jerárquica de la masonería del Gran Oriente de Cuba y las Antillas (una cofradía que ostentaba textos litúrgicos de avanzadísimas doctrinas liberales y libertarias)” y, en plena contienda, creó una logia trashumante.
Agradecidos e inteligentes no olvidan que la Guerra Grande, con sus aciertos y errores, fue el escalón inmediato anterior del ideario martiano (cumbre del pensamiento cubano) y de la Guerra Necesaria (primer intento, en el planeta, de revolución antimperialista y de revolución organizada por un partido).
Que los patriotas de este archipiélago comenzaron su revolución el 10 de octubre de 1868 y la continúan actualmente, no es solo una verdad hermosa, abarcadora, unitaria, estremecedora y brillante, también implica el realismo y la valentía de abrazar con entereza las enseñanzas de esa historia, incluyendo los postulados vanguardistas de sus pensadores.
Entre estos últimos sobresale José Martí, quien eleva al nivel más alto, ubica en el torrente mundial y completa, sin que esto quiera decir termina, a procesos cubanos tan significativos como cultura, nacionalidad y revolución, en hombros de la filosofía, la política, la ciencia y las artes.
En la Cuba del siglo XXI, donde cientificidad, conciencia y realismo constituyen exigencias tocables para lo cotidiano, urge asumir integralmente al Héroe Nacional, incluyendo la concepción filosófica espiritualista, tan científica, revolucionaria, actual y necesaria como sus otros aportes.
Es una constante, en la naturaleza, la sociedad y el pensamiento, la expresión de valores morales permanentes, inamovibles en el tiempo, lo cual no niega la existencia de los relativos y cambiantes según las circunstancias.
Si temerosos de la verdad y empecinados esperaban “demostraciones” de la ciencia materialista, ahí están las relativamente recientes “revelaciones” de las neurociencias, la física cuántica y disciplinas de similares alcances.
Una de esas “novedades” explica cómo el sistema inmune de los humanos sube, mejora su efectividad, cuando se evocan sentimientos de amor, bondad, generosidad, benevolencia e indulgencia.
Por supuesto, no es un “descubrimiento” de las ciencias punteras actuales; ese conocimiento lo tenían doctrinas muy anteriores y partir de ellas José Martí pudo formular generalizaciones como la siguiente: “Que cada grano de materia traiga en sí un grano de espíritu, quiere decir que lo trae, mas no que la materia produjo el espíritu: quiere decir que coexisten, no que un elemento de este ser compuesto creó el otro elemento. ¡Y ese sí es el magnífico fenómeno repetitivo en todas la obras de la naturaleza: la coexistencia, la interdependencia, la interrelación de la materia y el espíritu!”
De esa manera intervino el autor del ensayo Nuestra América en la antiquísima discusión entre materialistas y espiritualistas, que nació en los prolegómenos de la filosofía y continúa, pero no se “resuelve” cuando una parte oculta a la otra, la demoniza o pretende creer que la “derrotó”. Hace siglos está sobre la mesa la propuesta de coexistencia y armonía para explicar la composición esencial del mundo, incluido el hombre, sus contextos y relaciones, como lo muestra todo cuanto existe; pero algunos temen aceptarla, comprobarla, vivirla y aprovecharla, porque, habituados a guerras inútiles, no les acomoda la paz.
Martí asumió lo puro y constructivo del cristianismo, lo cual no le impidió criticar con profundidad los errores del catolicismo; admiró, respetó y divulgó creencias de pueblos originarios y de otras latitudes, y militó en la masonería, todo ello desde posiciones serena y naturalmente científicas, humanistas y apegadas al bien.
No amó la guerra ni buscó en ella beneficios personales; trató de hacerla breve, victoriosa y lo menos dolorosa posible, cuando entendió que no podía impedirla. “Es criminal quien promueve en un país la guerra que se le puede evitar, y quien deja de promover la guerra inevitable”, opinó.
En 1882, en un cuaderno de apuntes, aconsejaba: “El deber de un hombre no es forzar las condiciones de la vida, para ocupar en ella una situación más alta que la que sus condiciones le permiten, sino hacer en cada una de las condiciones en que se halle la mayor suma de mejor obra posible.
“Es, además, un deber corregir todo error que se note en algunas de las condiciones anteriores”.