
Carlos Manuel de Céspedes y del Castillo ganó prestigio como hombre esencial de la independencia y soberanía de Cuba; desde su gesto audaz del grito en Demajagua, puso a la nación cubana de pie con un sólido programa de liberación nacional, libertad, justicia e igualdad para todos.
Fue el primer Presidente del Gobierno revolucionario y General en efe del Ejército Libertador, quien desde el mando único, centralizado, trazó la estratégica operación de la invasión de Oriente a Occidente.
En la contienda demostró estatura de destacado estadista, estratega militar, abolicionista, consumado republicano, y diplomático.
Vivió momentos difíciles como el fusilamiento de su hijo Amador Oscar de Céspedes, su hermano Pedro María de Céspedes y su entrañable amigo y compadre Pedro Felipe Figueredo (Perucho), entre muchos otros; la pérdida de su otro Oscar, un niño de tres meses de nacido, de inanición, tenido con Ana de Quesada; más tarde, en diciembre de 1870, ella cayó en manos de una columna española, embarazada y enferma, encerrada en una prisión de La Habana y luego deportada a los Estados Unidos.
El pueblo humilde de la manigua le reconoció como El Libertador cubano y el Padre de la Patria, admirador de sus sacrificios e intransigencias revolucionarias.
Sin embargo, algunos miembros de la Cámara de Representantes, celosos de sus atribuciones trataban de restarle autoridad y que fuera el órgano legislativo el que dictaminara en todos los aspectos la obra independentista. Por mantener firmes los principios revolucionarios y defender los axiomas constitucionales se le atribuyó una actitud antidemocrática y dictatorial.
Los conflictos con los agentes en el exterior aparecieron cuando reclamaba la pronta llegada a Cuba libre de expediciones armadas y comenzó a sustituirlos por los que creía más capaces y leales para lograrlo. Pero unos y otros fueron de fracaso en fracaso, quedando Céspedes como el culpable de todos los males que dividieron a la emigración.
De igual modo, Céspedes enfrentó con energía las pretensiones de los llamados “idealistas doctrinarios” que querían conducir la insurrección con fórmulas y métodos extremadamente democráticos y republicanos para las circunstancias excepcionales de la guerra emancipadora. Era de los que reivindicaba con convicción de que gobierno república completamente democrático primero había que ganar la guerra.
Además, tuvo que enfrentar los arraigos caudillistas de una parte de los jefes mambises, ansiosos de glorias, pero atrapados en sus estrechas miras regionales. Reconoció los méritos de los más se destacaban, creó estructuras de mandos militares acordes al momento histórico y exigió la entrega incondicional a la causa de la libertad.
A unos cuantos generales les llamó directamente la atención por incumplimiento de sus deberes como jefes, la violación de los principios de subordinación y la pérdida de prestigio entre sus tropas.
LA DEPOSICIÓN DE BIJAGUAL
Después de cinco años al frente del poder ejecutivo de la Revolución, una facción de la Cámara de Representantes, violando algunos artículos de la Constitución de Guáimaro, acodaron cesarlo en el puesto con acusaciones triviales.
Su alta dignidad pasó a desempeñarla el propio expresidente de la Cámara de Representantes Salvador Cisneros Betancourt, quien le obligó a marchar a su lado durante dos meses.
Céspedes respetó el acuerdo del grupo de legisladores, aunque sabía que podía anularse, consciente de que oponerse hubiera causado una más profunda división entre los cubanos capaz de destruir la Revolución.
Una vez destituido fue obligado a marchar con el nuevo gobierno, donde un subsecretario de la guerra le solicitó toda clase de información, a sus manos llegaban las cartas abiertas y le despojó hasta de su la colección personal del periódico El Cubano Libre.
Dejado en libertad de movimiento, marchó a la ranchería de San Lorenzo, en plena Sierra Maestra, junto a las aguas del río Contramaestre. Allí creó amistades entre la población humilde, campesinos y negros libertos, y en la casa de las hermanas Juana y Esperanza Beatón abrió una escuela para enseñar a leer y escribir a sus pobladores.
El gobierno de Cisneros en nombre de las operaciones militares a ejecutar, quitó a Céspedes la mayoría de los hombres que tenía como escolta, entre ellos, su viejo amigo de Manzanillo, el comandante Rafael Caymari, y su joven cuñado, capitán Ignacio Quesada y Loynaz.
Considerado que en Cuba podía ser blanco de alguna traición, Céspedes solicitó un pasaporte para pasar al exterior a reunirse con su familia y finalmente conocer a sus hijos mellizos, un varón y una hembra, tenidos con Ana de Quesada.
Pero el gobierno cisnerista consideró que no podía entregar el pasavante a hombres fundamentales de la Revolución como Céspedes. Ellos “forzosamente” le debían el supremo deber a la lucha.
En los últimos cuatro meses de su vida siguió escribiendo en su Diario de Campaña, recogiendo las incidencias día a día y sazonando sus anotaciones con comentarios sobre la posible nulidad del acuerdo legislativo, la contención de la guerra civil y las cualidades patrióticas y morales de los nuevos dirigentes de la insurrección cubana.
LA CAÍDA EN COMBATE DE CÉSPEDES
El viernes 27 febrero de 1874, a la una de la tarde, entró subrepticiamente una columna española en San Lorenzo. Carlos Manuel de Céspedes fue avisado por una de sus alumnas, la adolescente Inés Suárez, de la cercanía de los colonialistas. Era el cuarto batallón Cazadores de San Quintín, al mando del coronel José López, formado por unos 500 efectivos.
Céspedes, revólver en mano, salió del bohío en dirección a uno de los barrancos del río Contramaestre, por donde esperaba escapar. Era seguido por una compañía dirigida por el capitán Andrés Alonso. Las voces de mando indicaban que se le capturara vivo, pero durante su carrera el primer mambí se viraba para disparar contra sus perseguidores más cercanos. De esta forma realizó dos disparos, sin lograr hacer blanco en sus adversarios.
El sargento Felipe González Ferrer se le acercó peligrosamente y disparó su Winchester a quemarropa en el pecho del gran cubano. El proyectil le perforó el corazón.
El cuerpo inanimado cayó por el barranco hacia orillas del Contramaestre, adonde bajaron los españoles, quienes le golpearon hasta reventarle la cabeza. Luego llevaron el cadáver hasta frente a la casa- escuela de las hermanas Beatón. Allí, transida de dolor, Francisca Rodríguez, su amante, comunicó: “¡Han matado al Presidente!”
El propio enemigo en su informe oficial de los hechos de San Lorenzo subrayaba que Céspedes no se privó de la vida, sino que peleó hasta ser muerto por sus perseguidores. No aceptó caer prisionero, como lo conminaba el jefe del batallón, coronel José López.
El jefe de Estado Mayor de la división de Santiago de Cuba, teniente coronel Emilio Tolosa, escribió a la Capitanía General de Cuba: “El día 27 del mes próximo pasado el Batallón Cazadores de San Quintín atacó un campamento enemigo en San Lorenzo por dos puntos opuestos, tomándolo después de media hora de fuego. Se dio muerte al primer Presidente de la titulada República cubana D. Carlos Manuel de Céspedes, después de una tenaz resistencia por su parte, haciendo fuego a los que trataron de capturarle…”
Por tanto, nada de suicidio ni de haberse desnucado en el barranco del río Contramaestre. Murió como un valiente, peleando hasta el último momento, como había jurado muchas veces en su vida.
El coronel del Ejército Libertador Manuel Sanguily Garrite sintió profundamente la muerte del ilustre cubano, con quien en días de debates contendió políticamente. Pero ahora, frente a la gran desgracia, la interpretó como la acción digna de un hombre ejemplar. Admirado de su estoica conducta hasta el último instante, escribió:
“Céspedes no podía consentir que, a él, encarnación soberana de la sublime rebeldía, le llevaran en triunfo los españoles, preso y amarrado como un delincuente. Aceptó sólo, por breves momentos, el gran combate de su pueblo: hizo frente con su revólver a los enemigos que se le encimaban, y herido de muerte por bala contraria, cayó en un barranco, como un sol de llamas que se hunde en el abismo.”
En la porción citada del mambí y tribuno habanero aparecen todos los símbolos del patriota íntegro y visionario que se entregó a la libertad de su pueblo. En primer plano la rebeldía intrínseca, el patriotismo, la dignidad, el amor a su pueblo y el estar dispuesto a entregar su vida por una causa tan justa.
¿POR QUÉ LLEGÓ EL ENEMIGO A SAN LORENZO?
Mucha especulación ha existido alrededor de la llegada del batallón élite español a la ranchería de San Lorenzo: ¿traición o casualidad? ¿Delación por un esclavo de Francisco Vicente Aguilera o Salvador Cisneros?
En una excursión por la zona de El Masío, en la costa sur, el lunes 2 de febrero de 1874, los voluntarios de Aserradero hicieron prisionero a un mambí. Era el negro lucumí Ramón Jacas, de unos 70 años. A este Jacas se le ha llamado de otras maneras, entre ellas, Ramón Chaqué, Ramón Bradford o Papá Ramón.
En vez de matarlo, como realizaban con todos los prisioneros, llamativamente, lo enviaron para Santiago de Cuba. Los españoles descubrieron en los informes del viejo lucumí que era un excelente conocedor de las serranías de El Cobre y La Meseta y que había residido en la ranchería de San Lorenzo.
El general José Sabas Marín González, comandante general de Oriente, puesto al tanto de la existencia del excelente práctico, instruyó el perdón de su vida si servía de práctico hacia el interior de la Sierra Maestra. El prisionero, deseoso de conservar su vida, decidió servir de guía a los colonialistas.
Enseguida se elaboró un plan militar para destruir los campamentos insurrectos al suroeste de Santiago de Cuba. Un batallón fue organizado al mando del teniente coronel Pedro Provedo, el cual debía peinar Sevilla, Río Seco y La Meseta. Una segunda columna, compuesta por el cuarto batallón de Cazadores de San Quintín, a cargo del coronel José López López, debía salir en un buque de guerra y dos cañoneras con destino a la playa de Sevilla, en la costa sur y luego avanzar hasta San Lorenzo y El Lajial.
El diseño de esta operación ha llevado a pensar que el prisionero Ramón Jacas en los interrogatorios denunció el paradero de Céspedes y, en consecuencia, se le ha considerado un “desgraciado” y un “traidor”.
Sin embargo, el organizador de la operación militar, brigadier José Sabas Marín, en los documentos enviados a sus superiores solamente contaba que conocía que en estos sectores montañosos residían “cabecillas de importancia”, sin informar directamente que conociera de la estancia de Céspedes en esos lares.
Vale decir que el negro Ramón Jacas escapó durante el retorno de la columna a la zona de Aserradero y volvió a sentar plaza en las filas combatientes. Siempre lamentó haber sido, involuntariamente, el causante de la muerte de Céspedes en San Lorenzo. Explicaba que a esa altura él pensaba que ya Céspedes no se hallaba en San Lorenzo y que en todo momento no pensaba más que en escapar de las garras del enemigo.
La muerte de Carlos Manuel de Céspedes a manos de una columna española constituye una de las páginas más tristes y, a la vez, memorables de nuestra historia; representa el ascenso a la inmortalidad del hombre clave del independentismo cubano, su faro y guía frente al colonialismo español, dejando una huella imborrable en las sucesivas generaciones de cubanos.