Ese eco viaja en el tiempo, desde los días en que Nemesio Guillot regresó de Alabama, allá por el siglo XIX, con un bate en la maleta y una idea en la cabeza, hasta las tardes gloriosas del Latinoamericano, cuando Armandito el Tintorero levantaba el graderío con un simple grito, como un director de orquesta sin batuta, pero con el alma llena de azul.
El béisbol en Cuba no es solo un deporte: es el idioma secreto de una nación. Lo fue cuando las tropas mambisas improvisaban terrenos entre palmas y machetes. Lo fue cuando los españoles prohibieron su práctica en 1869, temerosos de que esa semilla anglosajona germinara en rebeldía.
Y germinó. Fue símbolo de modernidad, independencia y futuro. Lo encendió el cubano Esteban Bellán desde el Norte, el primer latino en Grandes Ligas, y desde entonces el diamante quedó sembrado como una raíz en todo el archipiélago.
Aquel primer campeonato oficial, en 1878, con solo tres equipos —Habana, Almendares y Matanzas— bastó para dar inicio a un drama nacional con héroes, villanos, rivalidades eternas y tardes inmortales.
Pedro Ramos, voz grave y memoria intacta, recuerda su último juego en 1961, antes de que el profesionalismo quedara eliminado en Cuba: “Gané y fui MVP. Luego me fui. No podía dejar de superarme.”
Pero la Revolución viró la página. Nacieron las Series Nacionales y con ellas, íconos nuevos: Armando Capiró, Agustín Marquetti, Antonio Muñoz, José Antonio Huelga, Santiago Mederos o Braudilio Vinent, entre muchos otros.
Luego llegaron los Linares, Casanova, Kindelán, Pacheco, Mesa… Jugadores que no cobraban millones, pero llenaban estadios como si lo hicieran.
“Es identidad. Lo llevamos tatuado”, resume Frederich Cepeda, aún activo cual leyenda viviente y líder histórico en imparables, dobles, extrabases y bases por bolas recibidas.
Martín Dihigo, el dios tutelar que brilló en todas las posiciones, reina en el Salón de la Fama de Cooperstown junto a José de la Caridad Méndez, Cristóbal Torriente, Minnie Miñoso, Tany Pérez y Tony Oliva. Este último, desde su estatua en Minnesota, me confesó: “Yo siempre soñé con jugar aquí, en casa. Que me vieran mis hermanos, mis amigos, mi gente. Cuba está siempre en mi corazón.”
Y en ese corazón caben todos: los que se quedaron, los que partieron, los que hicieron historia olímpica o tallaron su leyenda en las Grandes Ligas. El béisbol es la patria sin aduanas.
Cada cubano tiene una historia en un estadio, en el barrio, en un placer, en un parque. Allí donde Wilfredo Sánchez pegó su hit 2000 o Germán Mesa voló en el campo corto como si el guante tuviera alas.
“Es sueño y pasión”, dice hoy Germán, director de la selección nacional. “Y en Cuba los sueños se viven despiertos, con la radio en la oreja y un pedazo de pan en la mano.”
La ciencia del juego también tiene sus alquimistas. Nombres como Jorge Fuentes, Ramón Carneado, Higinio Vélez, Carlos Martí, Rey Vicente Anglada, Pedro Jova, Antonio Pacheco, Roger Machado o Alfonso Urquiola transformaron equipos en dinastías. “Fuentes era un estratega. Sabía leer el juego como un libro abierto”, recuerda este último.
En 2021, con toda justicia, el béisbol fue declarado Patrimonio Cultural de la Nación. No solo por su historia, sino por su pulsación viva. Por cómo modeló el habla cotidiana —“se fue de fly”, “poncharse”, “arriba de la bola”— y la vida emocional de millones.
“El béisbol logra unir a las personas a su alrededor. Esa unión entre el que lo juega y el pueblo que lo sigue, mueve a todo un país”, declaró a Prensa Latina Juan Reinaldo Pérez Pardo, presidente de la Federación Cubana de Béisbol y Sóftbol.
“Es cultura, es pasión, es idiosincrasia, es nuestro deporte nacional. Por eso podemos decir con orgullo que es Patrimonio Cultural de la Nación. Los cubanos se sienten muy orgullosos de ostentar la cantidad de logros que ha tenido el béisbol desde su aparición en el siglo XIX”, agregó.
La III Liga Élite, con todas sus grietas, dejó hace unos días una postal elocuente: un estadio abarrotado, una provincia celebrando y una multitud llorando de alegría en Ciego de Ávila. También dejó la imagen intacta de niños jugando en la calle con piedras por bases, como si todo lo aprendido aún se transmitiera de generación en generación.
Industriales, con sus 12 coronas, sigue siendo la bandera que ondea más alto. La capital respira béisbol desde cada esquina. Y en esa ciudad, un fanático como Armandito tiene su propia estatua, prueba de que en Cuba, amar el juego también puede volverse leyenda.
Hoy, en medio de las incertidumbres, el béisbol cubano enfrenta su mayor desafío existencial. Pero la solución no está solo en mirar atrás. Está en mirar adentro. Volver al Palmar de Junco, no como museo, sino como semilla.
Allí se jugó, el 27 de diciembre de 1874, el primer partido de béisbol del cual se conserva un box score oficial, y hoy en día acoge el Salón de la Fama del béisbol matancero.
Declarado Monumento Local en 1979 y Monumento Nacional en 1991, el Palmar de Junco es el estadio activo más antiguo del mundo y es el único que ha presenciado partidos de béisbol en las etapas colonial, republicana y revolucionaria de la nación caribeña.
Mientras haya un niño que sueñe con batear como Linares, mientras un viejo recuerde a Miñoso con los ojos húmedos, mientras en cualquier barrio se juegue sin árbitros, pero con pasión, el béisbol seguirá siendo la llama viva de esta isla. Aunque las vitrinas ahora estén vacías, el espíritu no ha perdido su brillo.
Y si alguna vez se apagan los reflectores, si los estadios quedan en silencio, aún quedará una voz, quizás la de Armandito, que desde el más allá grite:
—¡Azules, al ataque!
Y todo volverá a comenzar. Nos vemos en el estadio.