Pese a todas las letras escritas sobre su existencia, al margen de algunos filmes bélicos o series-serias, todavía él es, de cierta forma, un desconocido.
Cuando uno penetra a las escenas de su infancia, por ejemplo, y lo ve huérfano de padre y madre con tan solo nueve años, imagina la angustia que significó verse solo en el mundo, tutorado por un tío tiránico que le hablaba sin ternura y sin apego.
No en balde se escapó de su lado, antes de los 12, como las criaturas rebeldes que no soportan reprensiones duras.
Por eso fue travieso, cual centella infantil que explotaba en desobediencias repetidas. Dicen, al respecto, que uno de sus tutores lo llamó «barrilito de pólvora» y él replicó: “¡Huya, porque puedo quemarlo!”. Y que un sacerdote lo conminó a cerrar los labios mientras comía y él dejó de probar el guiso durante buen rato hasta provocar la pregunta; entonces respondió vengándose: “No puedo comer si no abro la boca”.
En él se cumple aquello de que, a veces, los cuerpos son inversamente proporcionales a las almas. Él no tenía longitudes para llamarse grande y, sin embargo, fue de los más colosales de la Tierra.
Grandeza no solo por capitanear, desde su pequeñez física, ejércitos que liberaron enormes masas de suelo y de pueblos; por magullarse la piel de tanto galope entre espadas; o por hacerse caudillo principal -grados de general en los hombros- entre jefes fieros. Grandeza, sobre todo, por saber construir, ante cada dificultad, un sueño ilimitado.
Qué azares de ese hombre que siendo huérfano temprano, enviudó también adelantadamente, a los 19 años. Supo de traiciones, de naciones formadas en el arrebato guerrero que terminaron despedazadas, de repúblicas que se deshelaron antes de tiempo. Y aún con todo eso logró empezar una y otra vez sobre los fracasos de la vida o la política.
Podía haberse decepcionado pronto del mundo o del amor; pero hizo todo lo contrario: se cobijó de esperanzas, de aspiraciones o de amoríos, como los de Manuelita, quien —según narran— cierta vez le arañó con tal saña el cuerpo, en una llamarada de celos, que los soldados creyeron había sido un atentado enemigo.
Se cobijó en las lecciones de maestros como Andrés Bello o Simón Rodríguez para trazar con ellas un atajuelo hacia las virtudes.
Su nombre completo era Simón José Antonio de la Santísima Trinidad Bolívar y Palacios Ponte- Andrade y Blanco, pero en realidad él gravitaba en las historia con pocas sílabas. Bastaba con Bolívar o El Libertador.
Es triste imaginarlo hoy con los pulmones desechos, las llagas en el cuerpo, los intestinos en disfunción en su lecho de muerte, con solo 47 años. Qué triste leer aquella frase suya: “Necesito con mucha urgencia de un médico y de ponerme en curación formal para no salir tan pronto de este mundo”, una muestra de las impotencias o los dolores de los hombres, pequeños o gigantes, cuando están al apagarse biológicamente.
Uno entra a los episodios de su biografía más oculta y entiende, definitivamente, que Bolívar no nació solo aquel 24 de julio de 1783 en la Caracas de menos de 45 mil habitantes; que volvió a germinar después de 240 años en otras veces latitudes, por encima de laberintos, odios, desconocimientos y de dificultades. Y que esta vez no podrá extinguirse nunca.