
¡Qué madrugada más larga! El sueño quiso vencernos, pero las rachas del viento de Melissa lo hicieron imposible. Dos familias estábamos en casa, porque las puertas se abrieron para aquellos cuyas viviendas pudieran estar vulnerables. La conversación fue extensa y alegre, se prestó para un té de naranja que disipó la frialdad nocturna. Pero aquellas ráfagas próximas a la hora de la entrada nos sobrecogieron hasta el silencio. Nada sospechábamos de lo que vivirían miles de granmenses.
El soplido rugiente estremeció más que a los árboles. Atravesó incluso nuestros oídos como un invasor que venía a usurpar la oscilante calma, a añadir un pesar que iba más allá del nosotros: al ellos, los que estaban allí, cerca del ojo. El golpe contundente del portón, las planchas de fibrocen de la casa de la esquina, la tapa metálica del tanque agitada como banderín, la danza de la caoba con giros hasta casi el suelo, al compás de aquella ventada a intervalos, presagiaban la tristeza.
Una pesadumbre que sólo conocen quienes se despojan de egoísmo para pensar en otros más débiles, más frágiles, más expuestos al dolor y la pérdida. Cualidad de cubano nato, diría el abuelo, esa de callar con fe o gritar o actuar ante la amenaza al hermano, al vecino.
También nos acompañaba la incertidumbre, esa sensación incómoda que te deja el vacío del cómo y cuándo terminará. Mas no la desinformación, porque reservamos cada nivel de las cargas para saber el qué, dónde, a través de los diversos canales abiertos para que nadie quedara sin saber.
Y en medio de aquella enervante situación, más sorprendente aún fue la imprudencia. Aunque la decisión de abandonar el hogar y tocar nuestra puerta en medio del arrecio de los aires de tormenta fue atinada, tenía mucho de negligente. Salir de casa no era cuestión de miedo, ni de reiteraciones vanas de quienes expusieron por todas las vías que nadie con cubierta ligera o potencial peligro permaneciera en ella, sino que se dirigieran a los lugares seguros dispuestos para la evacuación en instituciones estatales, hogares de familiares o amigos.
El acto de quedarse ante una actitud irresponsable o de permanecer cuidando, lo que lógicamente costó esfuerzo y sudor, es arriesgado. ¿De qué le sirve al hombre vigilar lo material si pierde la vida? Melissa sólo fue consecuente con el tiempo previo para organizarnos, para aplicar la máxima de la Defensa Civil de estar preparados y alertas, porque prevenir es clave para no tener que lamentar.
Plausible que las medidas adoptadas desde los municipios permitieron que los daños fueran menores, que las voces todas asumieron un mismo sentir de apercibimiento, que la solidaridad se extendió como surtidor para salvar.

Meritorio es el actuar de nuestras autoridades provinciales y municipales cuyo corazón palpita al unísono de su pueblo, de los que sufren las inundaciones por volúmenes hídricos sin precedentes, de los héroes y protagonistas de actos de rescate y salvamento en medio de un cauce derramado o un escurrimiento profuso, de todos cuya energía sobrepasó la fuerza del organismo ciclónico.

Se viven tiempos duros, el terror y la tristeza no se borra fácilmente de los rostros, pero entre quienes despiertan sonrisas y esperanzas con el gesto solidario y un país todo que se vuelca para ayudar, para asistir, para edificar, para reconstruir en las calles y en el alma, está ese amparo perence, que sembrara Fidel, de una Revolución que tiene en esos dirigentes que no han dormido en días, junto a su pueblo vulnerable, la certeza de la prioridad de la vida.
Nos queda seguir conquistando en percepción de riesgo, en la conciencia de que individualmente debemos prepararnos para lo peor y así más grato será celebrar lo mejor. La lección es de victoria, un aprendizaje que nos enorgullece, porque en la vida de cada granmense está la entrega desmedida de la Revolución. En nuestra seguridad reside la de una obra de amor que es más potente que aquellas rachas de huracán y esas aguas que pausaron nuestro aliento.
