
Fue una jornada luctuosa para toda Cuba, aunque sus enemigos planearon que solo sería la muerte de un negro que -por su posición política e ideas- se estaba convirtiendo en una incómoda piedra en sus zapatos lujosos, que provenían de la explotación a que sometían a los trabajadores cubanos, especialmente a los azucareros.
Para unos era una pesadilla, y para otros un símbolo. Entre los que los consideraban un estorbo estaban los politiqueros y magnates de la década del 40 del pasado siglo, quienes habían sembrado en el imaginario popular que “sin azúcar no había país”, pero omitían la realidad de que sin ella perdían un gran negocio que les generaba millones de pesos.
Claro que les molestaba a sus detractores que aquel negro de ojos vivaces y mirada transparente, se convirtiera con el paso del tiempo en un líder, no solo porque era seguido por las masas explotadas de sus trabajadores, sino porque había escalado -a fuerza de honradez y valentía- los diferentes peldaños que lo encumbraron como dirigente de la Federación Nacional de Obreros Azucareros y representante a la Cámara por el Partido Unión Revolucionaria Comunista, en las elecciones generales de 1940.
Nunca olvidó su procedencia humilde y su compromiso con la forja de la unidad, la defensa de los derechos y la formación de la conciencia revolucionaria entre los hombres que producían la dulce gramínea.
Entre sus conquistas más significativas estuvieron el logro del diferencial azucarero, la caja de retiro y la cláusula de garantía, beneficiosas todas para el país y para la economía familiar de los obreros de su sector.
También logró el pago de horas extras, la elevación del salario, el logro del retiro, la higienización de los bateyes y otras medidas de carácter social que beneficiaron a muchos.
Por tanto bien hecho las cañas se ponían en fila, para verlo transitar, como cuando un General hace un pase de revista a sus tropas y estas le rinden tributo militar.
Cómo no imaginar que ese horrendo 22 de enero de 1948, cuando en la Terminal de trenes de Manzanillo disparaban cobardemente las balas traicioneras que le darían muerte a Jesús Menéndez, hubo un silencio sepulcral en todos los campos cubanos.
Varios machetes se negaron a trabajar porque un pesar profundo los paralizó, y las pocas cañas -cortadas minutos antes de la barbarie- dicen que al ser molidas manaron una sustancia amarga, nada parecida a su característica miel, y los centrales del país chirriaban un sonido lastimero y triste al procesarlas.
Ese día había muerto el General de las cañas, y esas plantaciones -tradicionalmente mecidas por el viento- ni bailaron ni danzaron, solo pudieron expresar su profundo dolor, emanando un líquido con el sabor acre de la pérdida y la añoranza.