
Nací a unos 30 kilómetros de Dos Ríos. Pero, aun con esa proximidad, no fue hasta el año 2000, unos días después de haber cumplido los 27, cuando pisé por primera vez ese sitio sagrado, donde José Julián Martí Pérez echó su sangre generosa en tierra, como queriendo inmolarse por la independencia.
A la sazón, llevó 23 años pisando los terrenos en los que ocurrió la tragedia; y siempre, al mirar el obelisco de unos diez metros de alto o leer las frases que lo adornan, no dejo de cerrar los ojos y de estremecerse.
Desde entonces me he convencido de que viajar a Dos Ríos es galope, más que acto. Es, pulsación continua en un costado del alma.
Uno cruza el río, ahora superado por un modesto puente, y lo imagina a Él, sobre el caballo de bríos, haciéndose tropa y manigua, traza y sol humano.
Ir a Dos Ríos a Dos Ríos es reafirmar que el Apóstol anda en la piedra fundida, la palabra primera, la ventisca surgida de repente. Es tocarlo de otro modo, porque queda el dibujo mental de su primer combate que, equivocadamente, hemos dicho que fue también el último.
Algunos han contado, aun en libros, que después de aquellos tres disparos letales del 19 de mayo, un matrimonio campesino tomó una botella con su sangre y la sembró para fijar el lugar preciso de la llamada muerte. Luego la botella fue cruz, la cruz un montículo de piedras libertadoras, colocadas por Gómez y sus hombres; después el montículo, un obelisco.
Hermosa historia. Pero si no hubiesen sembrado sus glóbulos gloriosos debajo de las sombras de un fustete y un dagame, él hubiera germinado como quiera, más allá de afluentes, proyectiles y rosales. Seguro.
Hoy quiero que sean más los que vayan a Dos Ríos para que vivan la novela real del más grande, y sientan el vapor de su ejemplo, la fuerza de su palabra.
Ir a Dos Ríos es vestirse de puente y de Cuba, poner de moda el verde, encontrar un relámpago. Ir a Dos Ríos es sentir el soplo del profeta, entender mejor una carta inclusa, ver al Maestro recorriendo potreros, estrechando manos, contraer su rostro ante el grito de “¡Presidente!”, que tanto repelía.
Ir a Dos Ríos es preguntarse qué estamos haciendo para poner a Martí a nuestro lado, despojado de mitos, presto al combate, con su mirada eterna al Sol.