
Lo veo loma abajo, con su vehículo estruendoso y veloz, y el estómago se me enfría. Mientras desciende como un relámpago por esas crestas del municipio de Bartolomé Masó, pienso en el ingenio humano, capaz de convertir tres cajas de bolas en los “neumáticos” de un cohete bajador de montañas.
Es una “chivichana”, un invento que le evita descender a pie desde El Naranjo, donde tiene su “finquita,” hasta Santo Domingo, el lugar donde reside modestamente sin quejarse de carencias.
Él tiene 50 años, se llama Enrique Yero Reyes y desde más de una década transporta en su artefacto personas, sacos, materiales de la construcción y un sinnúmero de objetos para intentar mejorar su vida, cargada de anécdotas curiosas.
“Aquí hay como 10 chivichanas”, me dice con su carácter jovial para ilustrarme que ese tipo de carriola, cuyo freno se acciona pisando unos pedazos de goma, no es extraña en la carretera hasta Alto de Naranjo, una de las más impresionantes de Cuba, con pendientes de unos 40 grados de inclinación.
Me cuenta con la naturalidad propia de los serranos cubanos los lugares a los que ha ido y los sustos que ha pasado, “pero jamás con accidentes”.
“Mi hijo Yandriel, que tiene 30 años,sí perdió un diente. Es que estas cosas hay que saberlas manejar. No solo es girar el timón con las sogas como se piensa la gente”, comenta este hombre que alterna su trabajo de custodio con las tareas de constructor en la villa turística de Santo Domingo.
Y me habla de Pepe, un conductor que provocaba admiración porque manejaba hasta acostado y hacía maniobras en forma de U que daban miedo.
“Si todas las carreteras en las lomas estuvieran como estas hubiera más chivichanas, pero algunas están llenas de huecos y no se puede manejar”, acota mientras se ajusta la gorra.
Enrique subraya que las subidas son “problemáticas” porque hay que hacerlas a pie; y sonríe al recordar la pasajera que se acalambró todas las partes después de un viaje con numerosos baches o el turista que se asombró al verlo bajar a la misma velocidad que su “tur”.
Me narra cómo le da mantenimiento a su “carro”, necesitado de grasa, que a veces no aparece, y también me explica que las sogas requieren estar fuertes porque si se parten ocurre lo peor.
“Yo disfruto esto”, sentencia mientras mira de reojo su artilugio, en el que a veces ha paseado a personas deseosas de vivir tensiones. Y así vive feliz Enrique, con su chivichana, que es más que un relámpago que alumbra en la Sierra Maestra