
Desde sus balcones de aparentes inocencias, ellos no dejan de mirarnos. Nos calculan e imitan, nos sorprenden y envuelven. Nos sacan los colores con sus atrevimientos, nos aceleran los latidos con sus ocurrencias.
Inventan una muñeca de la almohada, un carro de un simple pomo vacío; construyen playas en una mínima porción de agua, estrellas dentro de un cuarto estrecho-oscuro.
Pueden traer laberintos o bosques en los bolsillos, zunzunes y elefantes en sus sueños, palabras impensadas en sus relatos cómicos o serios.
Juegan a ser grandes y a llenar estadios, a curar almas desde la enfermería más creativa, a encontrar tesoros en un rincón cualquiera.
No callan las verdades que tememos decir, saltan las montañas impuestas por las normas, se ríen de nuestros protocolos o absurdos, hablan sin importarles los convencionalismos.
Saben arreglarnos los días tormentosos hasta con una frase corta, nos hacen reír con travesuras que no debiéramos tolerar, consiguen sacarnos la sonrisa con un gesto o con un suspiro insospechado.
Deberíamos elogiarles la candidez y la imaginación sin límites no solo un domingo de julio u otra fecha señalada del calendario, porque ellos hacen eterno lo sencillo.
Su felicidad nos mueve las entrañas, sus avances nos inflan del mayor orgullo, su amor nos hace resplandecer la vida.