Eterna sembradora de futuros

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Por Anaisis Hidalgo Rodríguez | 14 octubre, 2025 |
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Cada uno de sus alumnos es el preciado fruto del árbol de su vida. FOTO/ Yanelkys Llera Céspedes

María de la Cruz Segura Moreno –nacida en el fértil terruño de Madre Vieja, en los límites donde la tierra de Bartolomé Masó se funde con Yara, en la provincia de Granma– eligió ser maestra porque la vocación germinó en ella como una flor silvestre y tenaz, arraigada en el corazón mismo de la infancia.

Su primer salón de clases no fue más que una casita de desahogos, un refugio en el que la imaginación moldeaba la realidad. Allí, ante un pequeño ejército de hermanitos, una niña–maestra alzó una bandera dibujada por sus propias manos, y entre tizas y sueños que ondeaban al compás del Himno Nacional, sembraba conocimientos.

Aquellos juegos vacacionales no eran un mero pasatiempo; sino los primeros surcos abiertos en la tierra virgen de su destino, en el cual ya practicaba el sagrado arte del magisterio.

La semilla, sin embargo, aguardó su momento bajo la protección paterna, que la resguardó de los caminos intrincados. Pero la savia de la vocación es persistente. Su fuente de inspiración fue su maestra de cuarto grado, Nelsa Pérez, un faro cuyo cariño y dedicación iluminaron el camino que María anhelaba recorrer. Su rol como monitora y el repasar a otros niños, fue el agua que terminó de nutrir la plántula que crecía en su interior.

Aunque se capacitó en un curso de corte y costura, el llamado final llegó con la visita de un inspector del sector educacional a Madre Vieja; un viento inesperado que sacudió el árbol familiar. Con la bendición de un padre que le pidió no desertar del camino elegido, María partió hacia el curso de profesores emergentes en Río Yara.

La escuela Frank País transformó la semilla en un brote firme; finalmente, se graduó de maestra, se forjó con dedicación, y se armó con la única herramienta que perdura: el amor.

Su primer encuentro con un aula propia, a los 18 años, en la escuela rural Renato Guitart, en Plan Maleta, fue el momento en que la planta, ya fuerte, enfrentó por primera vez la intemperie.

«Llegué llena de temores, joven al fin. Nunca me había enfrentado a un grupo de niños y para entonces, toda aquella clase era mi responsabilidad».

Con el tiempo, su vida magisterial se convertiría en un vasto campo de cultivo que trascendió fronteras. Su misión en Nicaragua, como parte del contingente Augusto César Sandino, fue una lección de tierra árida y realidades duras. Allí, en la noche de una comarca bajo el sonido de los disparos de la contrarrevolución, aprendió que sembrar el futuro a veces implica riesgos. Vio de cerca el precio de la ignorancia y la pobreza, y esa experiencia no hizo más que fortalecer sus raíces, recordándole por qué su oficio era tan necesario.

Para María Segura no existen malas hierbas en el jardín de la infancia. Existen tierras más secas, plantas más frágiles, y otras que necesitan un sol diferente. Su filosofía es simple: el amor es el único abono infalible, porque «un maestro sin amor es un campo sin frutos».

Por eso, sus alumnos son extensiones de su propia familia. Los regaña con la autoridad de quien cuida lo propio, y los defiende con el celo de una madre. Llega al alba para recibir con un beso a cada uno que entra, porque un día que comienza sin afectos es un día sin sol.

El invierno de su carrera llegó con la jubilación. El desarraigo fue brutal. Dejar el aula fue como podar el árbol hasta el tronco; se sintió incompleta, sin rumbo. Pero la savia de la vocación no se extinguió fácilmente. Reencontrarse con el aula, ya reincorporada en el municipio de Bayamo, fue como un renacer primaveral.

María de la Cruz Segura Moreno no es ni jubilada ni reincorporada del sector. Es toda una sembradora de futuros.

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