De cómo Gervasio recuperó el dinero

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Por Luis Carlos Frómeta Agüero | 1 julio, 2024 |
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Gervasio estaba viejo por todos lados y, aunque de joven tuvo virtudes, latía en su memoria el pasado cruel de una niñez aferrada a la tierra.

Durante algún tiempo usó un bastón de guayabo, compañero inseparable de tertulias familiares, en las que siempre contaba la misma leyenda. A veces para complacer al público, otras, porque le daba la gana.

Con el legado de autocomplacencia, matriculó en una escuela popular, luego en la Enseñanza Obrero Campesina, hasta graduarse de operario en equipos agrícolas, oficio que mantuvo hasta la jubilación,

Por caprichos de la naturaleza, vivía en la ciudad y de tarde, cuando el sol calmaba su intensidad, recorría las calles que un día lo recibieron, como a muchos que perdieron todo, entre los embates del Flora.

Caminaba despacio, tal vez debido al peso del inseparable radio VEF, que recibió como estímulo y ahora cargaba a manera de trofeo sindical.

En su salida vespertina, llegó al parque, buscó el lugar acostumbrado y decidió compartir el banco de siempre, con otro que le adelantó la presencia.

Le parecía conocido, pero no sabía de dónde. De todas formas, llevaba premeditada en la memoria la intención de soltar en cualquier momento la historia repetida durante tantísimos años.

Un vendedor de maíz, de paso por el lugar, anunciaba el producto, sin imaginar que su pregón daba el pie forzado:

-¡El maíz, cará!, ¡Vaya recuerdos! -precisó Gervasio, torciéndose el bigote.

-Eran los inicios de los años 50 del siglo precedente, mi padre tenía una estancia de maíz, que no crecía por falta de lluvia y los calderos de la casa llevaban varios días bocabajo.

Una tarde, se apareció un hombre, con sombrerito jipijapa, por cierto, parecido al que usted trae y, sin presentación alguna, tiró el anzuelo a ver si pescaba:

-Chama, estoy vendiendo el río Cauto -susurró a mi oído- Por ahí se comenta que necesitan agua para el cultivo y si me consigues 10 pesos, el río es todo suyo.

-¿Y cómo llevo el agua a la finca?-pregunté con la ingenuidad infantil.

-Muy sencillo. Busca a dos o tres muchachones como tú, de la familia, para que no exijan pago alguno y, cubo a cubo, lo trasladan hasta el lugar acordado. Pero no se lo digas a los viejos- advirtió.

Arrastrado por la idea, regresé en breve con el ahorrito que tenía mi padre pa cobijar el rancho y convencido por la oferta, le pagué.

-¡Mal rayo parta a ese condenao! El viejo por poco me mata esa tarde. Después de la descarga que recibí, salió como un loco a buscar al tipo ¡Vaya usted a saber!

Menos mal que no lo encontró. A lo mejor se lo llevó el ciclón Flora.

En esos días cayó más agua de la cuenta, el río se desbordó, perdimos el dinero y hasta la siembra.

El compañero de asiento se paró, estiró su sombrero jipijapa y, sin decir palabra, enrumbó sus pasos por una de las calles aledañas. En el banco, un billete de 10 pesos ocupaba su lugar. Gervasio intentó llamarlo, pero no supo el nombre.

Tomó el dinero, miró al cielo, tal vez en busca del padre y persignándose dijo:

-¡Con tu permiso, Viejo! y enfiló loma arriba.

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