Hasta el último aliento

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Por Aldo Daniel Naranjo (Historiador) | 17 agosto, 2024 |
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FOTO/ Luis Carlos Palacios

Enfermo de tifus y con llagas sangrantes en los pies, el mayor general del Ejército Libertador Pedro Felipe Figueredo Cisneros, más conocido por Perucho, autor del Himno de Bayamo, fue capturado por fuerzas españolas, el 12 de agosto de 1870, en la hacienda Santa Rosa, del feudo de Cabaniguán, al sur del territorio tunero.

El abogado y dirigente revolucionario se mantenía en esta zona para recuperarse de sus enfermedades. Estaba bajo el cuidado de su esposa (Isabel Vázquez Moreno) y sus hijos. Allí acudían a visitarlo sus yernos Carlitos de Céspedes, casado con Eulalia, y el coronel Ricardo Rogelio de Céspedes, matrimoniado con Blanca Rosa.

La operación para su captura la dirigió el coronel Francisco Cañizal, al mando de un regimiento de mil 200 efectivos, distribuidos en dos compañías del 2º Batallón de Barcelona, tres del 2º Batallón de Movilizados de España, una de Voluntarios de Manzanillo y la contraguerrilla de Manzanillo, dirigida por el capitán Vicente del Río.

Los jefes colonialistas poseían datos fidedignos de que en Santa Rosa estaba enfermo Pedro Figueredo, por la delación del traidor Andrés Pompa. La agrupación española desembarcó por el estero de Jobabo, en horas de la madrugada, pero durante su avance, en la hacienda San Antonio, chocó con una avanzada mambisa. Los disparos se escucharon en Santa Rosa, hacia donde avanzaron resueltos los contraguerrilleros, quienes esperaban encontrar postrado en una cama al general Figueredo.

Durante el asalto, las familias salieron en distintos rumbos. La de Figueredo, los coroneles Céspedes y el teniente coronel Juan Ramírez Romagosa, avanzaron hacia el norte, buscando la protección en las montañas de Santa Rosa. Por su parte, el brigadier Rodrigo Tamayo y sus hijos Rodrigo e Ignacio Tamayo Faura, enfrentaron a los adversarios y pelearon hasta ser heridos y maniatados.

En tanto, los yernos de Figueredo abrían la marcha a machete limpio, pero el cerco era tan estrecho que Ricardo de Céspedes cayó en poder del enemigo. La familia, atemorizada, también se dispersó, y fueron hechos prisioneros Isabel Vázquez y Eulalia, Pedro, Blanca Rosa, Elisa, Isabel, Gustavo, Piedad Luisa y María Esther y dos de sus nietas pequeñas. Lograron llegar a las montañas Candelaria, María de la Luz y el pequeño Ángel María Figueredo y otra mujer, la que llevaba en brazos a la hija de Elisa Figueredo.

En tanto, en el campamento español, Ricardo de Céspedes aprovechó que había quedado al cuidado de un solo custodio. En el acto lo embistió con fuerza y logró desarmarlo. Con su propio marche le dio muerte y escapó de nuevo hacia el monte.

LA CAPTURA DEL GENERAL PERUCHO FIGUEREDO

El general Figueredo, con su asistente Severino y Candelaria Figueredo, buscó el amparo de las estribaciones de Santa Rosa. Pero el enemigo le perseguía ferozmente, sabiendo que no podría ir lejos ni defenderse, por su grave estado de salud.

El líder independentista sentía una terrible sed, por lo que Canducha bajó a un arroyo por agua. En ese instante, la avalancha contraguerrillera cayó sobre el ilustre patricio. El insigne bayamés disparó hasta las últimas balas de su revólver y cuando intentaba suicidarse con un sable, como el girondino Roland, los perseguidores se le echaron encima y le maniataron.

Desde ese momento, el teniente coronel Cañizal, cumplido su principal objetivo, detuvo las acciones punitivas y ordenó la marcha hacia el embarcadero de Jobabo, donde aguardaban los barcos. Perucho Figueredo fue montado en un caballo, pues había que preservar su vida, para exhibirlo, a la usanza romana, como trofeo de victoria.

LAS ORGULLOSAS ÚLTIMAS SENTENCIAS DEL GENERAL FIGUEREDO

Después de una breve estancia en Manzanillo, el 14 de agosto los prisioneros fueron montados en el cañonero Astuto y los llevaron para la ciudad de Santiago de Cuba. Al día siguiente, en la mañana, los recibió en el puerto el coronel Arsenio Martínez Campos, jefe de Estado Mayor de las tropas de operaciones en Oriente.

Enseguida se instaló un consejo de guerra, presidido por el coronel Francisco Fernández Torrero, con el objetivo de juzgar sumariamente a los prisioneros. Las diligencias se practicaron con premura, ya que temían que el dirigente rebelde Figueredo muriera y no pudiera ser ejecutado.

Ante el consejo de guerra, Figueredo declaró: “Abreviemos esto, coronel. Soy abogado y como tal conozco las leyes y sé la pena que me corresponde. Pero no por eso crean ustedes que triunfan, pues la Isla está perdida para España. El derramamiento de sangre que hacen ustedes es inútil, y ya es hora de que reconozcan su error”.

El dominio de sí mismo, su entero estado de ánimo, lo puso de manifesto también al exclamar a los verdugos: “Estoy seguro que a esta fecha mi puesto estará ocupado por otra persona de más capacidad. Si siento la muerte es tan solo por no poder gozar con mis hermanos la gloriosa obra de la redención que había imaginado y que se encuentra ya en sus comienzos”.

Por los delitos de infidencia y rebelión, el mayor general Perucho Figueredo, el brigadier Rodrigo y el comandante Ignacio Tamayo fueron condenados a la pena de muerte.

Una vez en capilla, llegó a manos de Figueredo un mensaje del general Blas de Villate, conde de Valmaseda, quien le ofrecía la vida si hacía promesa de no hacer más armas contra España. La respuesta del adalid de la libertad estuvo a la altura de su integridad moral: “Diga usted al Conde, que hay proposiciones que no se hacen sino personalmente, para personalmente escuchar la contestación: que yo estoy en capilla y espero que no se me moleste en los últimos instante que me quedan de vida…”

Encontró más útil Perucho redactar el testamento y cartas a su esposa, hijos y varios amigos. El 16 de agosto, escribía a su esposa: “Hoy se ha celebrado consejo de guerra para juzgarme y, como el resultado no me puede ser dudoso, me apresuro a escribirte para aconsejarte la más cristiana resignación (…) la última súplica pues, que te hago, es que trates de vivir y no dejes huérfanos a nuestros hijos (…) en el cielo nos veremos y mientras tanto, no olvides en tus oraciones a tu esposo que te ama”.

Al otro día, a las cuatro de la mañana, la banda de música llamó a formación de tropas en Santiago de Cuba, mediante toques de cornetas y tambores. Acudieron más de 3 mil hombres, integrantes de los batallones 1º de la Corona, el 2º de San Quintín y 2º Voluntarios de Matanzas y los escuadrones Lanceros del Rey y la Reina. Ese aparatoso despliegue militar estaba en correspondencia con la importancia de los reos.

A las 7:00 de la mañana, condujeron a los prisioneros hasta los fondos del matadero de reses de Santiago de Cuba. A causa de que casi no podía caminar, Figueredo pidió un coche para ser llevado a su destino final. Para denigrarlo, le trajeron un burro. Hombre de cultura universal, exclamó: “¡No seré el primer redentor que cabalgue sobre un asno!”

El cuadro militar estuvo mandado por el coronel Francisco Abreu, jefe del 1º Batallón de la Corona, mientras el pelotón de fusilamiento lo dirigió el teniente Antonio Portillo, del 2º Batallón de San Quintín.

ENTEREZA PATRIÓTICA HASTA EL ÚLTIMO ALIENTO

El oficial español Eleuterio Llofriú, presente en el acto de ejecución de los tres mambises, testimonió: “Pálido y lánguido, Figueredo, su fisonomía era respetable. Frente elevada y ancha, nariz aguileña, mirada penetrante, que revelaba inteligencia; estatura elevada: todo en él, hasta sus cualidades físicas, le daban cierto carácter de respeto, aun para los mismos que le sentenciaron cumpliendo con su triste deber”.

El trío insurrecto conservó toda su serenidad y entereza hasta el último instante. El propio Llofriú admiró en Perucho su “gran presencia de espíritu, perfecta conformidad y sin afectación”. Respecto a Rodrigo e Ignacio Tamayo, señaló: “La despedida de los dos Tamayo fue conmovedora: arrodillados a distancia de ocho pasos el uno del otro, el padre le echó la bendición al hijo, mientras este volvía la cara a otro lado para no ver caer al padre. Escena desgarradora, hasta para los mismos que formaban el cuadro”.

Al insurrecto íntegro, el Gallito bayamés, le pidieron que se pusiera de rodillas, pero este se mantuvo de pie. Antes de caer abatido, expresó: “¡Morir por la patria es vivir!” Esta apostura estaba en correspondencia con  la convicción con que escribiera la bella letra de lo que el tiempo convirtió en nuestro Himno Nacional, y el pueblo cubano entona emocionado.

Los periódicos de Santiago de Cuba, traduciendo el testimonio y el sentir de los jefes militares de la plaza, divulgaron públicamente el extraordinario valor con que los tres rebeldes afrontaron la muerte. Su único dolor era no poder seguir luchando por la independencia de Cuba.

En este aniversario 154 del dramático suceso de la muerte de Perucho Figueredo y sus dos compañeros, enaltecemos su entrega a la Patria. En Perucho, en particular, su profesión de abogado, el ejercicio del periodismo y sus condiciones de músico y compositor.  Pero, sobre todo, honramos en ellos su estirpe de luchadores de independencia o muerte hasta el último aliento.

Fuentes: Eleuterio Llofriú Sagrera: Historia de la insurrección y guerra de la Isla de Cuba (1871), Candelaria Figueredo: Autobiografía (1929), Fernando Figueredo Socarrás: Discurso sobre Perucho Figueredo (1929) y José Maceo Verdecia: Bayamo (1936).

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