Hace apenas unos días, un experimentado colega del gremio disertaba sobre algunos de los equívocos que cometemos como periodistas, al convertirnos en portavoces de actividades a propósito de aniversarios de fechas o sucesos históricos, cuando debiéramos de dar más peso al hombre por sobre todas las cosas.
A las puertas de la celebración del aniversario 128 de la caída en combate de José Martí, me cuestiono cuántas veces, en mis escritos, pude quedarme en la hojarasca, sin ir a la esencia de las cosas, del hombre, de su ideario, de sus enseñanzas, que es lo importante.
Este año, motivada por aquella reflexión, quiero buscar otra manera de rendirle mis tributos al Maestro, menos formal y alejado de los dogmas; buscar al Martí que creció conmigo, al que me acompañó desde la primaria, no desde la fotografía regia que colgaba a una esquina del pizarrón, sino al que palpitaba en cada presentación teatral que hacíamos de Los zapaticos de rosa.
Allí estuvo Martí, impulsándome ante mi miedo escénico, desafiando mi memoria mientras aprendía aquellas 36 estrofas, para saber con claridad cuándo debía retomar la narración luego del parlamento de cada mis compañeros.
Ahora que recuerdo, fue precisamente recitando a Martí que experimenté aquel primer amor de estudiante, cuando en medio de un ensayo de la obra, uno de los chicos del aula me extendió un pequeño papel con las palabras: sí o sí. Después de eso nos reuníamos a menudo para ver muñes en el televisor.
A Martí, siento que lo abracé más en esos años difíciles de la adolescencia, cuando me cuestionaba sobre las carencias materiales de quién ha sido criada junto a su hermano solo con el salario de una madre trabajadora, y cuyas ausencias no supieron fomentar la confianza.
Entonces, sentí como míos aquellos consejos a María Mantilla cuando le decía: quien tienen mucha tienda, tiene poca alma; y que no es bueno verter nuestra pena donde nos puedan ver, “por modestia, y por no ser, motivo de pena ajena”.
Al Martí revolucionario, intrépido y sagaz, lo conocí más en los libros de Historia del preuniversitario; aquel Martí puesto todos los días en peligro de dar su vida por su país y por su deber, capaz de incumplir la orden de Máximo Gómez, quien, para preservarlo, le indicó quedarse a la zaga aquel 19 de mayo.
Por Historia del arte conocí al cubano Esteban Valderrama, y el que fuera probablemente, el más notable de sus lienzos, La muerte de Martí en Dos Ríos, y cuya obra eternizara al Apóstol, con su frente prominente, de cara al sol, en el momento de ser impactado por el plomo, llevándose una mano al pecho mientras con la otra sostiene aún las bridas del caballo a galope, en medio de la espumosa vegetación.
Un Martí más profundo en la forma y el contenido me llega a través de sus versos libres, los “más martianos”, los que más traducen el ímpetu vehemente y desolado de una juventud batida por todos los vientos; biografía interna, espíritu vivo del poeta y del héroe.
Hace años, precisamente de cara a un aniversario de su caída en combate, me recuerdo con aquel uniforme de pionera, recibiendo un diploma y una pulsera de ova que el tiempo se encargó de desteñir, por ganar un concurso sobre José Martí; más que el obsequio, quedaba para siempre conmigo, aquel acercamiento a su iconografía, al magnífico ejemplar de Hortensia Pichardo y al Martí visto a través de los ojos de Blanche Zacharie de Baralt, su entrañable amiga. Comenzaba a enamorarme de su obra, no podía existir mayor premio.