
Me situé sobre la equis colocada en el asfalto y quedé frente a mi hijo, que estaba en la primera hilera. A pesar de los distanciamientos dictados para el momento, podía sentir su respiración, su galope interior, su nervio en la plaza de la escuela.
Temblé levemente por lo que venía y entonces se arremolinaron en mi cerebro las vivencias propias o de otros padres nerviosos. Recordé cuando le puse la primera pañoleta sobre el cuello, un 8 de octubre, y caí en la cuenta de que el tiempo había caído en cascada porque en un pestañazo ya llegaba el día de la pañoleta roja, que en mi tiempo correspondía en quinto grado y ahora es en los finales de tercero.
Publicada por Susana Pérez Rosales en Martes, 29 de septiembre de 2020
Se escuchó el Himno estremecedor, entonado con nasobucos. Llegó la orden anhelada, entonces madres y padres nos acercamos a hacer el nudo y a colocar sobre los hombros el distintivo nuevo.
Si, como progenitor, la pañoleta azul te hace un lazo en la garganta y te puede hasta sacar una lágrima o provocar el erizamiento, la roja te toca por el hombro para reafirmarte que tu retoño se va empinando por encima de cordilleras invisibles y que ese crecimiento debe ir acompañado de mayores desvelos y cuidados.
Es un flechazo del almanaque diciendo que se acercan edades complejas definitorias en el comportamiento, en las que se perfilan modales y la inocencia comienza a ceder, empujada a veces por influencias o deseos.
Cuántos otros padres esta semana habrán rememorado sus épocas infantiles, en las que era quimérico hablar de fotos múltiples, “selfies”, redes sociales o incluso de amplificación local.
Fueron nueve mil 993 niños de Granma los que el pasado 29 de septiembre –día de homenaje al pionero mártir Paquito González Cueto- cambiaron de atributos y recibieron el abrazo de madres o padres, bañados de entusiasmo y alegría.
En épocas en las que resulta imposible el jolgorio apretado de otros años y hay escuelas en varias regiones del país sin actos oficiales para poner la otra pañoleta, vivir ese cambio es un privilegio, pero también un nuevo llamado a transformar rutinas para que el virus, como hasta hoy, no llegue a los pupitres.
Esa pañoleta roja que comenzó a relumbrar en tantos cuellos desde el martes invita a hacer de la casa otra aula, en la que los valores se infiltren en cada juego y la historia nacional no quede congelada en un simple cuaderno.
Esa pañoleta es un aguijonazo para pensar en el futuro que queremos para nuestros duendes. Es un símbolo que apagaríamos si no reavivamos en ellos el ansia de aprender y de cultivar la bondad, el amor en todos los instantes.
Es una huella que refleja la continuidad de un camino, es un símbolo que enamora desde el primer día y se va agigantando no solo teñido de rojo, también de verde. Es el reto a ser mejores padres para que ellos intenten asomarse al corazón de José Martí, el hombre de oro y sin edades que les habla más allá del distintivo abotonado en un uniforme.