
En octubre de 1868, José Martí Pérez escuchó el llamado independentista de Carlos Manuel de Céspedes y, a pesar de su corta edad, apenas un adolescente, tomó partido por la Revolución. Enseguida divulgó que, al fin, el pueblo enfurecido peleaba por quitarse de encima “cuanto de negro la opresión encierra”.
El suceso le arrancó un osado lema: “O Yara o Madrid”. Era el mismo significado del enarbolado por Céspedes en el ingenio La Demajagua: Independencia o Muerte. No había término medio en el combate contra el colonialismo español.
Del peculiar acontecimiento apuntó: “Los misterios más puros del alma se cumplieron en aquella mañana de La Demajagua, cuando los ricos, desembarazándose de su fortuna, salieron a pelear, sin odio a nadie, por el decoro, que vale más que ella: cuando los dueños de hombres, al ir saliendo el día, dijeron a sus esclavos: ‘¡Ya sois libres!’ ¿No sentía, como yo estoy sintiendo, el frío de aquella sublime mañana?”
Por la grandiosa historia que se escribía desde las tierras de Manzanillo, Bayamo, Yara, Guisa y Jiguaní, Martí sintió especiales emociones ante los hombres y mujeres de la región del centro-sur de Oriente. De ahí, las tantas páginas hermosas y bravías que escribió sobre sus hazañas, proyecciones y realizaciones estelares.
Desde el luminoso grito de La Demajagua, nada de lo que acontecía en esta región escapaba a su avidez de lector incansable. Quería conocer al dedillo cada uno de los actores históricos y los episodios de la contienda bélica. Las noticias recogidas las exteriorizó en el poema dramático Abdala (1869) y los ensayos El presidio político en Cuba (1871) y La República española ante la Revolución cubana (1873)
EL ALMA DE BAYAMO EN TODO SU SER
Lo primero que Martí escribió sobre la Ciudad Monumento Nacional está relacionado con la decisión de sus hijos de reducirla a pavesas en enero de 1869. Fascinado, describió la forma en que sus habitantes trocaron “los goces suavísimos de la familia por los azares de la guerra, y el calor del hogar por el frío del bosque y el cieno del pantano, y la vida cómoda y segura por la vida nómada y perseguida, y hambrienta y llagada, y enferma y desnuda…”
Con una genial interpretación del suceso y orgulloso, indicó: “Como la Península quemó a Sagunto, Cuba quemó a Bayamo”. En el alma martiana, el histórico suceso no solo era patrimonio patriótico y moral de los bayameses, sino de todos los cubanos.
Las perspectivas sobre las grandezas de los patriotas del centro-sur de Oriente aumentaron cuando, en 1877, en Guatemala, Martí entabló estrecha amistad con los poetas bayameses José Joaquín Palma y José María Izaguirre.
Del primero, prologó un cuaderno de poesías y el segundo lo llevó al claustro de profesores de la Escuela Normal de Maestros, de la cual era director. Ellos le contaron sobre la conspiración en Bayamo y Manzanillo y las hazañas de los primeros meses de la epopeya liberadora.
Para recalcar la objetividad en sus esfuerzos de historiador, reiteró al general Máximo Gómez, en 1878: “Escribo un libro, y necesito saber qué cargos principales pueden hacerse a Céspedes, qué razones pueden darse en su defensa —que, puesto que escribo, es para defender. —Las glorias no se deben enterrar sino sacar a la luz.”
El libro recogió “los primeros sucesos de la Revolución”. De este empeño historiográfico poco se sabe, pues solamente han quedado algunas notas sueltas y dos exordios a Céspedes. Gracias a juicios atinados sobre el Iniciador, su estatura sobresalió como cabal revolucionario y pensador político. Lo vio sacrificando todo en el altar de la libertad, incluso dominando su “impetuoso” carácter.
Más que todo, importaban los objetivos estratégicos diseñados: “Tenía un fin rápido, único: la independencia de la patria”. De él recogió esta otra idea: “El medio de la paz es la tribuna… El medio de las revoluciones la acción”.
Pero los más bellos retratos de la obra de Céspedes y los hombres del 68, los expondría a la opinión pública en sus discursos de evocación del 10 de Octubre, fecha que bautizó como Día de la Patria.
Atrajeron la atención de Martí, además, las extraordinarias personalidades de Francisco Vicente Aguilera y Pedro Felipe Figueredo (Perucho), a los que dedicó bellas palabras. Al primero lo calificó, con justicia, como “el millonario heroico, el caballero intachable, el padre de la República”. Al segundo, autor de la letra y la música del Himno de Bayamo, le ponderó su inteligencia y dotes poéticas. En su opinión, aquella marcha de la libertad debía ser entonada por todos los labios y guardada en todos los hogares.
En el empeño por divulgar mucho más el canto, dedicó varios números del periódico Patria a sus estrofas e historia, con notas suyas y del coronel mambí Fernando Figueredo Socarrás. El momento en que los bayameses lo entornaron en plazas y calles, el 20 octubre de 1868, lo valoró como “la hora más bella y solemne de nuestra patria”. Y en otro renglón aconsejó: “¡Oigámoslo de pie: y con las cabezas descubiertas!”
El talentoso organizador revolucionario trató directamente a otros muchos bayameses en Cuba y en el exilio patriótico, entre ellos los brigadieres Silverio del Prado, Pedro Martínez Freyre y Ángel Maestre Corrales, los coroneles Fernando Figueredo, Mariano Domínguez y Miguel Luis Aguilera, Tomas Estrada Palma, la maestra Margarita Izaguirre, el fotógrafo Juan Bautista Valdés Acosta, el tabacalero Teodoro Pérez Tamayo, el periodista Eduardo Yero Buduén, Ángel Figueredo Vázquez, Ángel García Milanés y Bernardo Figueredo Antúnez.
Durante su estancia en la ciudad de Kingston, Jamaica, a partir del 8 de octubre de 1892, Martí conoció al fotógrafo Juan Bautista Valdés, con un estudio en la calle Kenn Street, no. 85. En los seis días de recorrido por la isla, Juan Bautista le acompañó. De su labor fotorreportera se conservan ocho imágenes de valor incalculable. Entre ellas se encuentra la mejor foto de Martí de cuerpo entero, tomada el domingo 9 de octubre, en Bony Hill, cuando, después de una reunión, trabajaban en las vegas de tabaco de Temple Hall, a unos 15 kilómetros de la capital jamaicana.

En las reflexiones de Martí, la fisonomía de Bayamo y la estirpe gallarda y sacrificada de sus prójimos refulgían como soles. Así lo patentizó, en carta del 15 de enero de 1892, al coronel Fernando Figueredo: “Vd. y yo somos bayameses, porque yo tengo de Bayamo el alma intrépida y natural, y los dos somos hijos de la verdad de la naturaleza.”
Esta asunción de Martí como bayamés, con todos los atributos que intrínsecamente adornaban a los hijos de la Ciudad Antorcha, es una genial síntesis del patriotismo, la dignidad y la intransigencia que ello simboliza. En otros términos, la metáfora martiana predicaba a Bayamo como la cuna de la Patria.
EL ÍMPETU DE LOS MANZANILLEROS
De las amistades manzanilleras del Maestro en el extranjero, sobresalieron Juan Anido Carbonell, el coronel Juan Masó Parra y Miguel Fernández Ledesma. Este último fue su compañero de prisión en La Habana y volvieron a encontrarse en Nueva York, en 1890. El oriental muchas veces lo hospedó en sus casas. Incluso, en febrero de 1891, cuando Fernández enfermó, mientras su esposa e hija viajaban a Cuba, Martí no se separó de su lado y lo vio morir.
La región de Manzanillo Martí la tuvo muy presente en la forja de la Guerra Necesaria, al recibir desde allí contentes recados sobre el brío bélico animado por el brigadier Bartolomé Masó, Celedonio Rodríguez y Dimas Zamora.
En el verano de 1894, en su viaje a Jamaica, entró en contacto con un grupo de manzanilleros, entre ellos, el joven Bartolomé Masó Martí, conocido por Bartolito, sobrino del general Masó, los que le hicieron una radiografía de la combatividad en Manzanillo, Calicito, Campechuela, Yara y Punta de Jagua. Entonces, con mucha complacencia, escribió al general Máximo Gómez: “Pero es preciso ver hervir estos detalles, y muchos más, en sus labios. Penden allá de nuestros movimientos, y lo saben todo. Se resguardan, y están pronto al monte a la menor sorpresa.” Y a renglón seguido, realizó una precisión: “Creo de veras llegada la hora.”
No hay dudas de que la tradición de lucha de los manzanilleros y el deseo de irse de nuevo al monte, incluso sin esperar las orientaciones del exterior, ilustraron a Martí sobre la oportunidad de desencadenar la contienda en los comienzos de 1895. No podía postergarla un minuto más. En tal sentido, trasmitió al general Antonio Maceo: “Es la última situación, felizmente madura para lo que enseguida vamos a crear.”
JIGUANÍ, TIERRA DE HÉROES
De los episodios de las guerras en Jiguaní, Martí recogió muchas escenas llenas de bravura. Las escuchó de los labios de los generales Máximo Gómez y Calixto García, que tuvieron esta comarca como bases de sus operaciones.
En marzo de 1873, el general García libró un combate en El Retiro, con la presencia del periodista irlandés James O’Kelly, donde fue herido el joven bayamés Pedro Vázquez. El cuadro es admirable en la narración martiana: “Todos lo rodean con ternura. No bajaba la cabeza. No abría el puño cerrado. Los labios apretados, para que no se le saliera la queja. Al irlandés le pareció el niño sublime.”
Y, admirado de tanta gallardía, el Apóstol estableció el vínculo íntimo con el heroísmo sin igual de Vázquez, el niño héroe: “¡Nosotros somos, y nadie nos podrá arrebatar la honra de ser, nosotros somos el niño del campamento!”
De la legión de héroes jiguaniceros, conoció en el exilio al brigadier Francisco Guevara Heredia, al médico Ulpiano Dellundé Prado y a Isabel Vélez Cabrera, la esposa del general García, con sus vástagos. Mención especial le mereció la patriota Bernarda del Toro Pelegrín, Manana, la valiente consorte del general Máximo Gómez, con sus gallardos hijos.
El enorme legado, a 171 años del natalicio, palpitante de razón y pasión, no puede ser limitado a la reiteración de notas y aforismos, sino ir a las esencias de su pensamiento. Hay que salir, así mismo, al encuentro del ser humano atravesado por cicatrices y rasgaduras. Esa proximidad estremecedora acrecienta el mensaje de un ser especial que ha traspasado todos los tiempos y, ahora, sigue andando entre nosotros con latidos de patriota íntegro, pasión revolucionaria y bayamés confeso.